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El pasado día 1 de mayo se cumplieron los 40 años de la crisis causada por el aceite desnaturalizado de colza, que fue vendida para el consumo por varios empresarios. La Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1992 resolvió las cuestiones penales relativas al castigo por los resultados delictivos derivados de la venta de aceite de colza, analizando una cuestión de especial complejidad situada en el Recurso de casación 3654/1992.

Los hechos probados señalan que el conjunto de condenados “no pudo haber ignorado que su acción superaba los límites del riesgo permitido, toda vez que-como consta en los hechos probados- "el carácter venenoso de la anilina (era) de conocimiento general entre los empresarios y técnicos introducidos en la rama de los aceites"” y que “nunca se alegó, ni se alega ahora por el recurrente, que éste desconociera que "en 1980, y desde hacía varios años, las autoridades administrativas españolas (...) para proteger la producción nacional de aceites y grasas comestibles", ordenaron "que la mercancía, cuando ingresara en territorio español, tuviera desnaturalizados sus caracteres organolépticos", para lo que fueron utilizadas diversas sustancias, entre ellas la anilina”, debiendo destacarse que, “Por otra parte, no cabe duda que en tanto el aceite era distribuido entre comerciantes dedicados a la venta de aceites comestibles, el peligro era concreto, pues se lo introducía en un mercado que ponía el aceite directamente en contacto con personas”. Los abogados de las partes acusadas se dedicaron a cuestionar la relación de causalidad porque no existía una regla natural que determinara que el consumo de aceite de colza es perjudicial, así que había que reconocer que “La tesis defendida por el recurrente, al exigir el descubrimiento de la "molécula de significación toxicológica" y la reproducción experimental del fenómenos, se basa en exigencias propias de especialidades científicas cuyo principal interés es la reproducción de los fenómenos, con miras a su utilización práctica, y no simplemente la causalidad”. Según la Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1992, “En las ciencias naturales se puede comprobar la existencia d e opiniones muy diversas que llegan incluso a afirmar que no es en modo alguno claro, dentro de su propio ámbito, cómo se decide cuándo se está ante una ley natural y cuándo no. Por tanto, sin un concepto de "ley natural" y de "ley general de causalidad" no será posible resolver el problema planteado. Este concepto de ley natural de causalidad abstracta debe completar el tipo penal de los delitos de resultado, pues bajo dicho concepto abstracto de ley causal natural se deberá subsumir la ley causal concreta postulada por los científicos, y a través de ésta, la causalidad del caso concreto”.

La Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1992 recoge, astutamente, un planteamiento razonable para razonar la concurrencia de relación de causalidad entre la distribución de aceite de colza y las lesiones, muertes y abortos que se produjeron. Por ello, afirma que “Para la determinación de una ley causal natural, al menos en el sentido del derecho penal (es decir, en la premisa mayor del silogismo), no es necesario -como se dijo- que se haya podido conocer el mecanismo preciso de la producción del resultado (en este caso la toxina que ha producido los resultados típicos) en tanto se haya comprobado una correlación o asociación de los sucesos y sea posible descartar otras causas que hayan podido producir el mismo”, de modo que, “En este contexto se debe considerar que existe una ley causal natural cuando, comprobado un hecho en un número muy considerable de casos similares, sea posible descartar que el suceso haya sido producido por otras causas”, pues “Tales condiciones son suficientes para garantizar una decisión racional del caso desde el punto de vista del Derecho Penal”. Asimismo, se confirma la imputación objetiva, que debe concurrir para que se entienda producida la realización del tipo penal, porque “La introducción en el mercado de consumo alimentario de productos regenerados por procedimientos no homologados y sustrayéndolos a los controles habituales establecidos es, indudablemente, una conducta generadora de un riesgo jurídicamente desaprobado, pues el límite del riesgo permitido en este ámbito es -dada la trascendencia de los bienes jurídicos que pueden resultar afectados- reducido”.

Hay que señalar explícitamente que, muchas veces, la legalidad o la interpretación que se hace de la misma resultan insuficientes para poder alcanzar un resultado justo. Por ese motivo, se requiere que el juez o el tribunal pueda obrar con ingenio para que, dentro de los márgenes de la legislación, elabore un entramado argumentativo con el que poder encajar en su relato de hechos probados los elementos necesarios para justificar una cierta consecuencia jurídica que pueda llegar a satisfacer los intereses del perjudicado. La Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1992 fue todo un ejemplo de ello porque, marchando más allá de la jurisprudencia existente en aquel momento, recoge un planteamiento tan correcto como lógico en el campo de la determinación de la responsabilidad y de sus consecuencias: no es solo causa lo que provoca un resultado según las reglas de naturaleza, sino que igualmente podrá ser causa aquello que probablemente haya producido efectos con trascendencia para las personas.

Utilizar el ingenio con factores extrajurídicos que inciden en la aplicación del ordenamiento jurídico no está prohibido en el campo de la responsabilidad y, de hecho, resulta indispensable para lograr muchas veces que las normas jurídicas puedan producir los efectos para los que fueron creadas, protegiendo al perjudicado en la medida de lo necesario para impedir la falta de protección de constatados perjudicados y beneficios para los agentes causantes de un daño.

 

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