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Muchas veces, los dirigentes políticos utilizan términos jurídicos con más ligereza de la debida, resultando cuestionable que haya finalidades que puedan justificar la falta de rigor técnico en la realización de declaraciones públicas que terminan alcanzando a todos los ciudadanos. Precisamente, Isabel Díaz Ayuso, presidenta del Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid en España, afirmó en el Parlamento autonómico madrileño, con motivo de unas exigencias de otra formación, lo siguiente: “Estamos en democracia y estos parlamentarios tenemos todo el derecho del mundo a reformar leyes, a derogarlas y a seguir con nuestras mayorías parlamentarias trabajando como consideremos que es mejor”. La expresión utilizada por Isabel Díaz Ayuso, a la que no se ha dado mucha importancia, debería provocar el planteamiento de una relevante pregunta: ¿existe un “derecho a legislar” por parte de los parlamentos?

Gusta mucho hacer referencia a los derechos. Sin embargo, siempre se olvida, para empezar, la clásica diferencia entre el Derecho objetivo, compuesto de normas, y los derechos subjetivos, que permiten el ejercicio de las facultades que reconoce el Derecho objetivo. Además, no se suele tener en consideración que no es lo mismo un derecho que una potestad pública, pues los derechos corresponden a los sujetos que actúan con arreglo a las normas del Derecho Privado y las potestades públicas se ejercen atendiendo a los postulados del ordenamiento jurídico para alcanzar el cumplimiento de fines legítimos.

Ciertamente, resulta complicado que se pueda llegar a hablar de la existencia de un derecho a legislar en los Parlamentos, que tienen varias funciones con un alcance principal dirigido a crear leyes, aprobar presupuestos y controlar la acción del Gobierno, que se encarga de aplicar medidas concretas. Como señala Santiago Muñoz Machado en Tratado de Derecho Administrativo y Público general. Tomo IV. El ordenamiento jurídico, hay que diferenciar al Gobierno del Parlamento porque “al primero le debería corresponder la adopción de las medidas necesarias para atender las situaciones económicas y sociales, mientras que el segundo tendría la función de dictar leyes configuradas al modo clásico, es decir, elaborar ordenaciones justas y racionales, objetivas y generales, no establecidas precisamente a la vista de algún fin concreto”.

En cualquier caso, no hay Parlamento que, como institución pública, pueda considerarse como un sujeto con “derecho a legislar”. El motivo es simple: una entidad pública no tiene derechos cuando obra según las normas del Derecho Público, sino competencias de las que deriva, de manera discrecional o reglada, la realización de las actuaciones correspondientes a las potestades que le atribuye el ordenamiento jurídico.

Tampoco se puede hablar de un “derecho a legislar” de los parlamentarios, pues ellos gozan de prerrogativas para el ejercicio de sus funciones públicas. Desde luego, ellos tienen derechos, pero en relación con su esfera jurídica particular, sin que tengan derechos en el sentido propio de la significación jurídico-constitucional de su papel.

Descartada la existencia del “derecho a legislar”, habría que preocuparse por el sentido en el que se ejerce la potestad legislativa. Eduardo García de Enterría ya afirmó, en “Los desfallecimientos del legislador”, que, “así como el legislador del siglo XIX se complacía en manufacturar códigos sistemáticos y pretendidamente perfectos, con aspiración de permanencia (que, en muy buena parte lograron, hay que decirlo: ahí sigue en Francia -y en algún otro país que lo adoptó- el Código civil de Napoleón, que este año cumple dos siglos), a partir de la primera posguerra mundial el legislador perdió su afán de perfección y se decidió a utilizar su formidable poder de dictar normas con lo que Carl Schmitt llamó la «legislación motorizada», Ortega «legislación incontinente» (el Estado «se ha convertido en una ametralladora que dispara leyes»), algún jurista actual «leyes desbocadas»”.

Gaetano Filangieri llega a destacar en Ciencia de la Legislación. Volumen I, que “es verdad que el Estado es una máquina complicada; que las ruedas que la componen no son siempre las mismas y que sus fuerzas motrices son también diversas; mas esto no prueba que las reglas que nos dan el conocimiento de estas diversas ruedas, de estas diversas fuerzas, y del diverso modo con que conviene manejarlas, no puedan ser siempre fijas y constantes”. Precisamente, en la “Carta de Don Quijote de la Mancha a Sancho Panza, Gobernador de la Ínsula Barataria”, el hidalgo recomienda a su fiel amigo y escudero lo siguiente: “No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen, antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella”.

En cualquier caso, tras la exposición realizada en estas líneas, se debe señalar que, aunque no existe el “derecho a legislar”, se ha llegado a mencionar por el imaginario político. A este respecto, se deberían hacer más referencias, en el seno del mismo imaginario, a la seguridad jurídica, que se entiende, según las Sentencias del Tribunal Constitucional 46/1990, de 15 de marzo, y 135/2018, de 13 de diciembre, en el sentido de implicar que “el legislador debe perseguir la claridad y no la confusión normativa, debe procurar que acerca de la materia sobre la que legisle sepan los operadores jurídicos y los ciudadanos a qué atenerse, y debe huir de provocar situaciones objetivamente confusas”. Ello es indispensable porque los ciudadanos necesitan saber con precisión a qué normas han de atenerse y cuáles son los comportamientos exigibles.
 




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