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Señaló hace unos días Rafael Catalá, que dirigió el Ministerio de Justicia durante la última etapa de Mariano Rajoy en la Presidencia del Gobierno estatal, que “la palabra eficacia no existe en el diccionario de la Administración”. Hay determinados preceptos que recogen referencias claras a la eficacia en el funcionamiento de las Administraciones Públicas: en primer lugar, el artículo 103.1 de la Constitución establece que “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”, señalando el artículo 106 de la misma norma que “Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos”; y, en segundo lugar, el artículo 3 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, indica que las Administraciones Públicas deberán respetar en su actuación y relaciones varios principios, entre los que se encuentra el de “Eficacia en el cumplimiento de los objetivos fijados”. La Sentencia del Tribunal Constitucional 178/1989, de 2 de noviembre, afirma, en relación con la eficacia de la actividad administrativa, que “Si la Constitución proclama expresamente en su art. 1.1 que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, una de sus consecuencias es, sin duda, la plasmación real de sus valores en una organización que, legitimada democráticamente, asegure la eficacia en la resolución de los conflictos sociales y la satisfacción de las necesidades de la colectividad, para lo que debe garantizarse la existencia de unas Administraciones Públicas capaces de cumplir los valores y los principios consagrados constitucionalmente”, así que “resulta que no sólo la imparcialidad, sino también la eficacia, es un principio, sancionado en el mismo precepto constitucional, aunque en otro apartado, que ha de presidir la organización y la actividad de la Administración Pública”.

Los especialistas del Derecho Administrativo han dedicado grandes esfuerzos a determinar qué es y qué supone la eficacia administrativa. Miguel Sánchez Morón, en el segundo tomo de Comentarios a la Constitución Española, se refiere a la eficacia administrativa en relación con el artículo 103 de la norma fundamental afirmando que “la  eficacia  administrativa  depende  sobre todo de los recursos disponibles, de la capacidad  y  dedicación  de  los  dirigentes,  de  la buena organización interna”, sin perder de vista que “el  principio  de  eficacia  justifica  que  se  otorguen  a  las  Administraciones  Públicas  los  poderes  y  prerrogativas que le permiten cumplir ese fin: la potestad  de  adoptar  decisiones  unilaterales  de obligado cumplimiento, la de ejecutar forzosamente  sus  propios  actos,  las  potestades  expropiatoria,  sancionadora,  tributaria,  etc”. Dicho esto, expresa el mismo autor que “el  principio  de  eficacia administrativa no puede oponerse al principio de legalidad, de manera que permita a las Administraciones Públicas incumplir los mandatos legales”. 

Ciertamente, la clave de la cuestión se encuentra en la diferencia entre lo que la normativa dice y lo que se aplica verdaderamente en torno a la eficacia de la actividad administrativa. La Administración Pública se ha convertido en un gran gigante con pies de barro que no es capaz de ser eficaz con su actividad, salvo en los casos en los que los dirigentes públicos tienen interés, ya que son ellos los que, a través de los presupuestos, deben asignar los medios personales y materiales necesarios para que las Administraciones Públicas puedan alcanzar sus fines.

La Administración Pública debe servir con objetividad a los intereses generales, conforme al artículo 103 de la Constitución, pero no hay que olvidar que, siendo una persona jurídica, sus órganos se encuentran dirigidos por personas físicas que, en los niveles más altos, son sujetos con intereses propios vinculados a partidos políticos, hecho que genera que exista el riesgo de que, en casos de contraposición de pretensiones, el dirigente público prefiera atender a sus necesidades o a las de su partido político, al que le debe el cargo, antes que a las necesidades de los ciudadanos. Es una gran verdad que existe una buena regulación sobre los deberes de abstención y las incompatibilidades en las Administraciones Públicas, pero también es cierto que el coste de oportunidad influye y se producen diariamente dilemas que se pueden resolver por los representantes políticos de los electores mediante decisiones que privan a los ciudadanos de mejores servicios públicos por un problema de coste de oportunidad, ya que es preferible para los líderes políticos lograr que un ministro cobre 9.000 euros mensuales o que haya más personas ocupando cargos de confianza, algo que solo es reprochable moralmente, antes que procurar que los servicios del SEPE, de la Administración de Justicia y de otras ramas del sector público que resultan trascendentales para la sociedad puedan intervenir de una manera más idónea a los efectos de conseguir resolver las cuestiones que más interesan a los ciudadanos.

Puede que la palabra “eficacia” no exista en el diccionario de las Administraciones Públicas, pero gran parte de la culpa por ello corresponde a los dirigentes públicos y a la imposibilidad de lograr, mediante el Derecho, que sus intereses privados carezcan de influencia en la ordenación de la actividad administrativa.

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