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El Ministerio de Justicia inició el pasado día 15 de abril el trabajo para la elaboración de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, que sustituya a la vigente, aprobada en 1882. El ministro Juan Carlos Campo ordenó la creación de la comisión de expertos que se encargará de la elaboración del anteproyecto y habló con el magistrado de la Audiencia Provincial de Madrid Juan José López Ortega, miembro del Comité contra las Desapariciones Forzadas de Naciones Unidas y presidente de la comisión. En la nota de prensa del Ministerio de Justicia se indica que “el nuevo sistema liberará a los jueces y magistrados de la investigación de los delitos para que puedan centrarse en el ejercicio de su jurisdicción reforzando su independencia”, añadiendo que “la futura reforma también perseguirá mejoras en la tutela de los derechos de las víctimas, así como la introducción de nuevos medios de investigación tecnológica y nuevas garantías en materia de protección de datos y derechos digitales, entre otros objetivos”.

Lo que se pretende con la nueva normativa es cambiar radicalmente el modelo de una manera revolucionaria. La principal alteración se producirá por la adjudicación de la instrucción a los fiscales, novedad que debería entrañar una potente inversión para incrementar la plantilla actual de fiscales que, en el caso de tener que desarrollar actos de investigación y de aseguramiento, se colapsaría totalmente por su insuficiencia para encargarse de la instrucción. El problema más preocupante es que ahora no va a existir suficiente dinero público para aumentar el número de fiscales, dadas las circunstancias y las condiciones en las que va a encontrarse la sociedad cuando se controle la pandemia del Covid-19.

Cándido Conde-Pumpido, en un texto titulado “LECRIM: La imparcialidad del sistema”, indica que “el obstáculo argumental esgrimido como arma disuasoria contra cualquier conato de reforma ha sido siempre el mismo: que la asunción por el Ministerio Fiscal de la tarea de dirigir la investigación, como ocurre en todo el mundo, es imposible en nuestro país porque la “vinculación” entre el Fiscal General del Estado y el Gobierno impide la debida imparcialidad del Ministerio Público a la hora de abrir, conducir o cerrar los procedimientos”, algo que debe descartarse según el magistrado, por favorecer una reforma en ese sentido la eficiencia del proceso penal. Sin embargo la controversia sobre el otorgamiento de la instrucción a los fiscales no puede centrarse ahora en la relación de la Fiscalía General del Estado con el Gobierno si se tiene en cuenta la actual situación económica.

Eduardo Torres-Dulce Lifante, en un interesante artículo titulado “La inevitable reforma de la Administración de Justicia”, afirma que “si no tenemos los medios económicos para abordar la reforma completa del proceso penal atribuyendo la instrucción al fiscal, sería mejor actuar sobre el modelo actual, que no está tan mal pese a lo que se diga al respecto, y eso significa el mantenimiento del juez de instrucción quitándole facultades de intromisión mas allá de la función para la que lo diseñó Alonso Martínez”. Además, explica el jurista que “se trataría de constituirle en un juez de garantías, en una suerte de Tribunal de Apelación, dentro de la que debe ser la segunda idea básica, que es incrementar las funciones de investigación del Ministerio Fiscal, dotándole estatutariamente de un acorazamiento para que la credibilidad de su autonomía no resulte perjudicada por la idea mantra de que dependemos del Ejecutivo o del Fiscal General del Estado”.




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