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Francisco Sosa Wagner, en un interesante artículo publicado en su blog con el título “El Tribunal Constitucional: ya empezó mal”, advirtió, en relación con la ingenuidad de Hans Kelsen, lo siguiente: “Los juristas cultos saben que el invento del Tribunal Constitucional se debe a un austriaco llamado Hans Kelsen (Praga, 1881-Berkeley, 1973), de cuya pluma salieron obras notables, entre ellas, la Teoría Pura del Derecho (primera edición, 1935). Kelsen, cuya vida da para una novela, fue un gran profesor, pero sobre todo fue una excelente persona. Tan buena que pensaba que en el mundo había algo puro y, encima, adjudicó ese hermoso adjetivo ¡al Derecho!, ¡precisamente al Derecho!”.

Hans Kelsen confiaba en la bondad humana como un elemento inherente a todas las personas. Muestra de ello se puede contrastar a partir de la formulación sobre la necesaria prevalencia de la legalidad como máxima expresión de la voluntad popular, sin pensar que la misma legalidad podía llegar a corromperse. Así sucedió con el Gobierno alemán cuando Adolf Hitler obtuvo su control, pues las mismas leyes que resultaban ser la consecuencia de lo que teóricamente era una democracia terminaron sirviendo para sustentar graves atentados contra la vida y la dignidad del ser humano, como se pudo comprobar a partir del holocausto. A raíz de estos acontecimientos, Hans Kelsen terminó defendiendo una postura iusnaturalista, que requería la creación de normas que garanticen el respeto a las personas y que sean de un grado superior a las leyes, creadas por el Parlamento y totalmente dependientes en el sentido ontológico de aquellas.

En el prólogo a la primera edición de Teoría Pura del Derecho, escrita en Ginebra en mayo de 1934, Hans Kelsen llega a declarar una serie de ideas interesantes: “Han transcurrido más de dos décadas desde que emprendiera la tarea de desarrollar una teoría jurídica pura, es decir: una teoría del derecho purificada de toda ideología política y de todo elemento científico-natural, consciente de su singularidad en razón de la legalidad propia de su objeto. Desde el comienzo mismo fue mi objetivo elevar la ciencia del derecho, que se agotaba casi completamente -abierta o disimuladamente- en una argumentación jurídico-política, al nivel de una auténtica ciencia, de una ciencia del espíritu. Correspondía desplegar sus tendencias orientadas, no a la función configurad ora de su objeto, sino exclusivamente al conocimiento del derecho, para acercarla, en la medida en que fuera de alguna suerte posible, al ideal de toda ciencia: objetividad y exactitud”. 

Lamentablemente, una teoría pura del Derecho no deja de ser más que pura teoría, pues es imposible disociar la práctica del Derecho de la ideología y de la política, que contaminan claramente todo lo que se refiere a la creación y aplicación de las normas jurídicas de un modo incisivo y realmente peligroso para los intereses generales. Normalmente, se mezclan con el Derecho, de manera muy heterogénea, la política, la ideología, la economía, los intereses de diversos grupos de presión. Todos ellos articulan una serie de cadenas para el Derecho, algo irónico es el Derecho lo que debiera imponer cadenas para tutelar los intereses que son dignos de protección.

Cada día se puede apreciar más como los intereses políticos van provocando mayores distorsiones del ordenamiento jurídico, alejando el mismo del fin que le es propio: ordenar las relaciones sociales de la manera más adecuada para el bien común. Ello se podría arreglar frenando la aprovechamiento abusiva del Derecho como un mecanismo de reforzamiento del poder para procurar su exclusiva utilización como instrumento de lucha contra los abusos.




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