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Desde hace ya algún tiempo la doctrina administrativa española viene advirtiendo de las carencias de la teoría de la invalidez, tal cual aparece construida en nuestra legislación procedimental, para explicar con acierto y sin ambigüedad los vicios que se presentan en la actuación administrativa.

Baste señalar aquí las reflexiones realizadas al respecto en el XII Congreso de la Asociación de Profesores de Derecho Administrativo celebrado en La Laguna (Canarias) en febrero de 2017 o, las más recientemente realizadas, en el marco de del Coloquio Luso-Español de profesores de Derecho Administrativo celebradas en Oporto (Portugal), el pasado octubre al que tuve la oportunidad de asistir y del que derivan las reflexiones que siguen.

O baste, de otro lado, observar cómo, tanto en lo que se refiere a los ilícitos típicos -infracción de normas-, cómo en lo referido a los ilícitos atípicos -infracción de principios-la jurisprudencia de nuestros tribunales no se muestra coherente ni cómoda con la dogmática tradicionalmente construida, y reiterada en nuestras normas, en torno a estas categorías de ilicitud ya se trate de actos o normas.

Para botón un par de muestras. De un lado, la cambiante jurisprudencia sobre los efectos que comporta la anulación de un reglamento (señeramente son los planes urbanísticos un buen ejemplo y a, estos efectos, cabe referirse a la SSTS de 4 de marzo y de 27 de mayo de 2020, cuyo comentario podemos leer aquí o aquí) y si no cabría admitir que no siempre, ni en todos los casos (sobre todo cuando nos referimos a infracciones formales), las consecuencias han de ser las propias que la dogmática tradicional ha atribuido a la nulidad de pleno derecho y que provocó, en su día, una Proposición de Ley, bajo el título de “medidas administrativas y procesales para reforzar la seguridad jurídica en el ámbito de la ordenación territorial y urbanística”, presentada por el Grupo Parlamentario Popular en el Congreso y publicada en el Boletín Oficial de las Cortes Generales del 15 de octubre de 2018 tendente a revisar dicha situación. Respecto de la segunda categoría de ilicitudes una buena muestra de ello puede ser la STS de 27 de mayo de 2019 (rec.593/2016) donde se utilizan indistintamente figuras cómo el abuso de derecho, el fraude de ley o la desviación de poder para referirse a una misma administrativa cuando, dichas instituciones, son perfectamente distinguibles y responden a supuestos netamente diferenciados.

1. Las insuficiencias de la teoría de la invalidez en nuestro sistema (ilícitos típicos).

SANTAMARIA PASTOR, ya en 1975, puso certeramente de manifiesto al abordar la dogmática de la teoría de la invalidez, tal cual había sido construida entre nosotros, dicho hecho al que antes nos referíamos. Y ya se tratase de actos o de reglamentos. De su ineficacia para explicar la realidad, y con ello de su clara insuficiencia. Y en este sentido alertó específicamente de los déficits de la dogmática de la invalidez en el campo del Derecho público, comenzando por su propia denominación, pero siguiendo con la propia técnica constructiva seguida para su elaboración. Y señalando, además, el formidable divorcio entre la práctica de los tribunales y el cuerpo de doctrina generado tras la Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de julio de 1958. Coincidía, de esta forma, con las también tempranas reflexiones realizadas, a propósito de los denominados vicios de orden público, con el profesor FERNANDEZ RODRIGUEZ.

Más recientemente otros autores han abordado también esta problemática desde la década de los noventa. Baste citar, a estos efectos, los estudios realizados por BELADIEZ ROJO (y el no menos excelente estudio preliminar realizado a la monografía de ésta por NIETO GARCIA), o el de JORDANO FRAGA. O ya en la primera década de este siglo, entre otros, los trabajos de BAÑO LEÓN, REBOLLO PUIG, CANO CAMPOS o DOMENECH PASCUAL nos pusieron de manifiesto como este sempiterno tema sigue siendo un tema necesitado de reflexión.

Lo cierto es que, en el campo del Derecho administrativo como puede colegirse de la lectura de estos trabajos, y de las continuas reflexiones sobre el tema realizadas por los autores que se han ocupado de ello, las relativamente claras categorías jurídicas surgidas en el Derecho privado de la nulidad de pleno derecho y la anulabilidad, de la ilegalidad e invalidez, de la invalidez y la ineficacia, etc. plantean cuando menos serias dudas en cuanto a su aplicación en el Derecho público si se sigue el planteamiento de la dogmática tradicional. Como con suma agudeza explica NIETO GARCIA “…hay que abandonar para siempre las cómodas, aunque vacías, muletillas de la nulidad per se, los efectos ex tunc de su declaración y hasta el pedante brocardo de que quod ab initio nullum est, non potest tracto tempore convaleceré y tantas otras”.

Por de pronto, y desde luego nos parece sumamente acertada la idea, la necesidad de abandonar la idea de lo material o sustantivo en la consideración de la nulidad de pleno derecho o la anulabilidad (actos nulos o anulables), y centrarnos más en la consideración de éstos como técnicas procedimentales o procesales; consideración sustantiva, de otro lado, que sin embargo avala la legislación procedimental, pero que brilla por su ausencia en los artículos 70 y 71 de la ley jurisdiccional que claramente delimitan la distinción entre acto legal o ilegal y la validez o invalidez de los mismos que no viene presumida de forma automática (lo que explica, a su vez, las comúnmente denominadas irregularidades no invalidantes o supuestos específicos de ilegalidades no sancionadas con invalidez).

2. La superación de la validez formal de las normas (los ilícitos atípicos).

Lo cierto es que, también desde hace tiempo, se viene tratando de superar una mera validez formal de las normas o de la actuación administrativa, propia de la metodología jurídica de carácter positivista, y su superación bajo lo que se ha venido en denominar por GARCIA PELAYO el paradigma del Estado constitucional de Derecho. Y es que, como se argumenta, es preciso reparar en paralelo en la validez sustancial, y no solamente formal, de éstas. Línea ésta última que ha venido representada, muy especialmente, por el gran jurista FERRAJOLI que dio inicio al denominado “garantismo metodológico” que diferencia la vigencia de las normas o actuaciones en Derecho, identificando a ésta con los elementos formales que determinan la legalidad, de la validez que pudiendo constituir elementos de éstas, sin embargo suponen también un juicio independiente material referido a los principios y valores del propio sistema jurídico y no del extrarradio de éste (moral, justicia, política, etc…).

Y es que, si desde el método de la metodología positivista encarnado originariamente por KELSEN, más allá de la subsunción en reglas solo hay decisionismo y arbitrariedad, desde la óptica actual del paradigma del Estado constitucional de Derecho es exigible un nuevo método que asegure la mejor decisión. En definitiva, una derivación de la denominada “buena administración” que implica una concepción material, y no meramente formal, del Estado de Derecho.

No se trata tanto de categorizar una nueva clase de ilicitud, en este caso la denominada atípica desde la Teoría General del Derecho (ATIENZA Y RUIZ MANERO), sino efectivamente aplicar la neta distinción entre ilicitud e invalidez en el Derecho público desde una perspectiva institucional, que a nuestro juicio existe, aunque ésta pueda presentarse sin la suficiente nitidez. Buen ejemplo de lo expuesto son los casos del abuso del Derecho, el fraude de ley o la desviación de poder que encuentran su explicación, precisamente, en la distinción entre ilegalidad y validez en el ámbito del Derecho administrativo.

Y es que dicha aseveración conlleva que si, desde nuestro punto de vista, es plenamente acertado considerar que un acto ilícito puede sin embargo no ser invalido (principio de conservación del acto), podamos a la inversa también afirmar que una actuación administrativa lícita prima facie, sin embargo pueda incurrir en invalidez como consecuencia de la apreciación de otros principios que determinan que la actuación analizada, no exclusivamente desde el punto de vista formal y desde el cual el acto no parecería haber incurrido en ilegalidad alguna, no obstante haya de ser considerada contraria a los principios generales –institucionales- que conforman nuestro ordenamiento. Y, por tanto, al Derecho precisamente porque la finalidad que éste considera necesitada de protección se ha visto perturbada como consecuencia del contraste con los reales efectos producidos y el resto de intereses a proteger por el Derecho. En definitiva, se trataría de considerar que la validez no resulta ser sino aquella situación en la que se encuentra una actuación administrativa conforme a Derecho una vez confrontada ésta con el conjunto de principios que conforman el ordenamiento jurídico, regulativos e institucionales, y atendidos todos los intereses protegidos por éste.

De esta forma, la ilicitud no sería sino un juicio de conformidad o no de la actuación administrativa realizada en el estricto plano del Derecho positivo, de las reglas jurídicas y del conjunto de principios que conforman la dimensión regulativa del Derecho, mientras la invalidez conforma un juicio en el que, además, se han de valorar los principios institucionales en que se funda el Derecho y los intereses en conflicto necesitados de protección que tienen o pueden tener, en unas circunstancias concretas, mayor peso que el estricto y exclusivo juicio de adecuación a la legalidad. Es decir, la invalidez en estos supuestos se produce como consecuencia de la no acomodación del acto, que en principio supera el test de confrontación con la legalidad, al conjunto de principios e intereses que ha de proteger el Derecho. Conclusión que no es sino la consecuencia necesaria de la superación del estricto positivismo jurídico que fundamentó, en su momento, el surgimiento de este tipo de actos inválidos.

Y si admitimos, como ha señalado NIETO, que en Derecho lo que finalmente importa no son las categorías, sino más bien sus consecuencias jurídicas, sería el distinto régimen asignado y la caracterización y aclaración de la dinámica del funcionamiento de estas figuras en el Derecho público lo que sería verdaderamente relevante y la tarea pendiente de realizar.

3. Conclusión: ¿seguiremos viviendo en el reino de Zenda?.

La promulgación de las nuevas normas procedimentales en 2015, y así ha sido denunciado reiteradamente, no ha significado sino una oportunidad perdida en este campo. Curiosamente, y en paralelo, se aprobaba con mayor tino una reforma en Portugal en este concreto aspecto de la regulación de la invalidez.

Por supuesto, superando los artificios jurídicos con que se ha construido la nulidad de pleno derecho y sus consecuencias en nuestro ordenamiento jurídico, irreales a todas luces, cuando uno repara en lo que dice la jurisprudencia y lo que aconseja la cordura y el sentido común. Tanto para actos como para reglamentos.

Pero igual puede decirse de aquellas instituciones jurídicas que cumplen con la función de adaptar la actuación administrativa a esos principios regulativos a que antes nos referíamos. La realidad lo que muestra, en primer término, es una enorme inseguridad, no exenta de confusión, en la aplicación de conceptos como el abuso del derecho, la desviación de poder o el fraude de ley en el ámbito jurídico-público. Seguramente, como tantas otras cosas, la explicación se encuentre en la conformación y recepción histórica, en muchos casos parcial e incompleta, de estas figuras. Lo cierto es que basta repasar la jurisprudencia de nuestros tribunales para no tener otro remedio que admitir su insegura y confusa aplicación. En unas ocasiones porque dichos conceptos son utilizados como sinónimos (muy específicamente el abuso del derecho y el fraude de ley), en otras sencillamente porque se aplican a situaciones que responden, más bien, a una caracterización distinta. Y, en casi todas, con una más que dudosa categorización de las mismas.

Es la hora del legislador. Leer con más detenimiento a la doctrina, y las incoherencias que se señalan desde hace ya largos años, y actuar en consecuencia. Tampoco parece prudente dejar al albur de lo que los tribunales digan lo que, de forma evidente, no dicen las normas.

 

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