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Establecer un impuesto sobre la carne para, simultáneamente, hacer frente al cambio climático y promover la salud a nivel global sería mucho menos “indigesto” de lo que los gobiernos creen, según una nueva investigación”. El título del artículo que publica “The Guardian” es, para mi, un shock: “Meat tax far less unpalatable than government thinks, research finds”. 

El artículo da noticia de una investigación de Chatham House (chatamhouse.org) y la Universidad de Glasgow, cuyos resultados son firmados por Laura Wellesley, Antony Froggatt y Catherine Happer. Dato relevante: ¡ninguno de ellos es tributarista, ni jurista! Por cierto, el titular de The Guardian, mucho más efectista y “amarillo” que “justo” con el informe que presenta; el informe es extremadamente más sólido y relevante de lo que “la caricatura” del artículo de prensa sugiere (¡qué raro!).

El informe original lleva el título sugerente de “Changing Climate,  Changing Diets. Pathways to Lower  Meat Consumption”. El resumen ejecutivo del mismo nos sitúa ante dos de los grandes problemas de la humanidad en el Siglo XXI, ambos relacionados con el excesivo consumo de carne.

El primero, la salud mundial, y las graves consecuencias de las dietas con exceso de carnes rojas, relacionadas con la obesidad y enfermedades cardíacas, coronarias o cancer; la tendencia de incremento del consumo de carne en los países desarrollados parece “no sostenible”.

El segundo, el cambio climático y el impacto de la ganadería; el sector ganadero es responsable de una cifra de emisiones de gases de efecto invernadero que está cerca del 15 por 100 del total, y que es equivalente a todas las emisiones de los tubos de escape de todos los vehículos del mundo.

No puedo utilizar un tono irónico o burlesco con el informe, por dos motivos también; porque el asunto es realmente serio; y porque el informe es realmente sólido, amplio, hasta concienzudo, brilante; y el aspecto tributario no desmerece todo lo demás, antes al contrario, se alinea de una forma muy moderada y cautelosa, con corrientes globales en boga .

Porque sí, los planteamientos tributarios en este tipo de cuestiones me parecen, por definición, peligrosos, sospechosos, o directamente ridículos. La “ingeniería social con impuestos” está inventada; y, dicho sea de paso, el comunismo también: la libertad no casa bien con el estatismo rampante, bienintencionado, que pretende modular las conductas de los ciudadanos a “impuestazo que te crió”.

Los autores del informe desarrollan, insisto, un sistemático y amplio catálogo de medidas para frenar el consumo de carne en el mundo. Frenar el consumo de carne se convierte en “objetivo irrenunciable” que los Gobiernos debieran situar en entre sus más altas prioridades. Para los autores, “ha llegado el momento de que los gobiernos reconsideren la asunción de que reducir el consumo de carne es demasiado difícil o demasiado arriesgado”; y, claro, se hacen eco de la proliferación de políticas dirigidas a reducir el consumo de sal, azúcar o grasas no saludables. Así, se señala, “la capacidad de los gobiernos para influir en la dieta se está expandiendo, y el público tiende a aceptar de forma creciente el rol de los gobiernos en este área”.

Es de justicia reconocer que (a diferencia del sensacionalismo que “atufa” en la prensa, en esta ocasión incluso en The Guardian) la referencia a los impuestos es solo una entre un montón. En efecto, una de las estrategias que se propone es “use price”, la intervención en los precios: “las intervenciones para cambiar el precio relativo de los alimentos estarían entre las más efectivas para cambiar los patrones de consumo”. Esta afirmación no es, en modo alguno, aislada o futil. De hecho la utiliza la Organización Mundial de la Salud para promover el incremento de la tributación sobre el tabaco año tras año (pero los jóvenes siguen fumando y bebiendo más que nunca...).

La parte más equilibrada y honesta del informe está, a mi entender, en que lo primero que se propone es la supresión de todo subsidio, directo o indirecto, a los productores de carne (ya les digo yo que esto, en la Unión Europea, no va a pasar); aunque el “tic estatista” vuelve cuando se plantea que las subvenciones vayan a subsidiar alternativas proteínicas de base vegetal.

Y solo en última instancia, la mención a los impuestos con una figura equivalente al, mundialmente conocido, “carbon tax” (impuestos especiales sobre combustibles fósiles “de toda la vida” -que como todo el mundo sabe son los responsables del descenso del uso de petróleo en el mundo-; espero que “se note” el sarcasmo).

Mi ironía en este último aspecto desvela mi radical oposición a este tipo de medidas y la raíz profunda de mi objeción: son solo un señuelo.

La “ingeniería social con impuestos” genera un daño relevante al valor esencial de la libertad individual, primero y sustancial. Y segundo y no menos relevante, distorsiona, difumina y desvirtúa los principios de justicia tributaria, abriendo una puerta falsa a la discrecionalidad de los legisladores para que utilicen los impuestos a su antojo, sin ningún tipo de limitación ni control, porque “cualquier fin bienintencionado” es válido para meter la mano en la cartera de los ciudadanos.

Es triste tener que recordar una y otra vez el patético balance del Impuesto sobre Tierras Infrautilizadas de Andalucía. Es penoso tener que recurrir a la arqueología tributaria para rememorar como el Arbitrio Municipal sobre Solares sin Edificar nunca contribuyó a que se iniciara ninguna construcción de viviendas. Porque los tiempos modernos nos siguen enseñando, en España y en todas partes, como el legislador-demagogo de turno es capaz de inventarse cualquier chorrada para quedar bien en el Telediario; la penúltima, quizás, el Impuesto sobre las Viviendas Vacías en Cataluña (leer el preámbulo de la Ley 14/2015 ya sitúa a cualquier “avezado” en lo vomitivo del montaje).

Los planteamientos bienintencionados de gentes bondadosas -estoy seguro de que “de verdad” se creen que pueden salvar al mundo con impuestos-, tienden a derivar en tropelías a poco que se ponga un legislador tributario de por medio. Por supuesto, el esquema se repite una y otra vez, de una forma tan “naive” cada vez, que me da hasta un “punto de ternura”: ¡otro grupo de tipos majetes en busca de su “unicornio azul”! ¡Venga, venga, estos sí que van a salvar el mundo!

El informe de Wellesley, Froggatt y Happer va más allá, al evaluar con herramientas de sociología avanzadas las reacciones de la población ante un hipotético impuesto a la carne. Y, así reza el titular del artículo que da pie a esta reflexión, parece que los ciudadanos “tragarían” encantados con este impuesto. Digo yo, ¡por un buen chuletón con un buen Rioja, se paga lo que haga falta!

Sin embargo, el titular es engañoso; y en el informe principal únicamente se recoge un “ambiente favorable” en el Reino Unido, al hilo de la campaña de “intoxicación” para salvar a los ingleses, con impuestos, de la “intoxicación por azúcar” (ya hablaremos de esto).

En informe recoge también como, significadamente, algunos encuestados habían descrito la medida como un “impuesto a los pobres” (por supuesto que lo es, porque son determinadas clases bajas las más propensas a “no cuidar su dieta”, por “poco correcto que pueda parecer”). Por ejemplo, en Brasil se expresaba el temor de que ese impuesto condujese a convertir la carne en un artículo de lujo, solo al alcance de quien tuviese pasta suficiente para pagarla..., ¡nos han fastidiado!: es que de eso se trata. Siempre se trata de eso.

Ahí está la cuestión, sin embargo. Parece que ya solo se trata de “con qué traga la gente”, a través de mediciones demoscópicas. Los valores esenciales de ciudadanía, libertad y responsabilidad, tienden a la nada. Eso es la “ingeniería social con impuestos”: los ciudadanos somos unos inmaduros incapaces y necesitamos que los gobiernos nos salven..., ¡con impuestos! ¡Vaya sociedad vamos a legar a nuestros hijos!




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