En uno de estos desplazamientos a lo largo y ancho de los Juzgados de lo Social me encuentro con un antiguo compañero al que no veía hacía algunos años. En los tiempos en que ambos coincidíamos (siempre de contrarios) en Barcelona, llegamos a tenernos un gran respeto mutuo y partir de ahí, hasta un cierto cariño. Él era un habitual defensor de los trabajadores afiliados a un determinado sindicato y yo el habitual defensor de las empresas donde éstos trabajaban. Por recordar cosas, evocar que nos estrenamos ambos ante la Sala de lo Social del Tribunal Superior el mismo día, en un juicio de conflicto colectivo que por cierto ganó él, aunque luego se lo acabe “tumbando” yo en el Tribunal Supremo (.... ahora mismo, no puedo reprimir una malévola sonrisa…).
El compañero es un hombre de fuertes convicciones políticas en la defensa de los trabajadores. Yo la verdad es que eso de la política, lo gestiono fuera de los tribunales de justicia. Ideológicamente, por tanto, nunca hemos sido demasiado afines. Pero esto jamás ha sido óbice para que no nos hayamos llevado bien. Es más, hemos sido capaces en multitud de ocasiones de cerrar tratos, acuerdos y todo tipo de apaños que han evitado odiosos juicios y que han dado pacíficas soluciones a infinidad de problemas. Y siempre, tanto él como yo, nos hemos sentido muy orgullosos de ello. De hecho, nada da más sentido a nuestra profesión.
El colega, para mí, es sin duda alguna, uno de los mejores abogados laboralistas que he conocido jamás. Me consta que han intentado ficharle los mejores despachos, pero él, fiel a su compromiso social, ha seguido ahí, defendiendo a quienes considera que tiene que defender y haciéndolo de maravilla. Por alguna razón, decidió un buen día dejar la metrópoli y apostar por ejercer de abogado de pueblo. Y se ha notado, porque los compañeros que le han sucedido en la gran ciudad no han igualado jamás su talla y nivel profesional.
Como digo pues, se produjo el encuentro inesperado en aquél recóndito Juzgado de “segunda división”. Cuando le vi de lejos, fui sin dudarlo un instante, a darle un sentido apretón de manos, pero él me respondió con un inmenso y no menos emocionado abrazo. Uno de los de verdad. Se confirmaba pues lo que siempre había imaginado: Que por encima de las diferencias, estábamos nosotros: dos seres humanos comprometidos en una causa común; el ejercicio del derecho a la defensa de las personas. Da igual quienes sean las personas. Se trata de personas y esto es y debe ser suficiente para un profesional de la abogacía.
Quería hoy hacer extensivo este magnífico abrazo a todos los compañeros de profesión que se dejan la piel por defender a las personas más allá de las ideologías, de las minutas y de intereses poco o nada confesables.
En el ocaso de mi andadura profesional me siento muy orgulloso de ejercer este oficio y de comprobar que todavía hay colegas que mantenien el pabellón del derecho a la defensa en todo lo alto.