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Se trataba de un juicio de poca enjundia: Una sanción de empleo y sueldo de 15 días en un contrato a tiempo parcial de unas pocas horas/día. Pero por parte de la actora era una cuestión de honor y por parte de la empresa, una cuestión eminentemente comercial.

La demandante era una monitora de comedor en un Centro de Educación Especial dependiente de un importante organismo administrativo que había adjudicado el servicio, tras concurso público, a la empresa empleadora que era mi defendida en este caso. La sanción se había impuesto por algo muy, pero que muy feo: Maltrato físico de palabra y obra a una usuaria pluridiscapacitada del Centro.

Era un juicio de prueba testifical y así se lo hice saber a mi cliente. Y si, pusieron a mi disposición nada menos que tres testigos: La directora de no se qué, el Jefe de Estudios y la Coordinadora de no se cuantos…, pero ningún testigo presencial al 100% de los hechos que ocurrieron en presencia de unos padres y una tutora. Además, la carta de sanción la habían hecho en el departamento de recursos humanos de la empresa y si, habían puesto buena voluntad, pero adolecía de algún que otro defecto técnico que podía comprometer seriamente el éxito del caso.

En pocas palabras: Una carta que podía ser tumbada (algo de lo que afortunadamente no se había aprovechado la defensa de la actora) y unos testigos que si, imponían mucho, pero que en realidad servían de poco. De fondo, el honor de la demandante y el interés comercial de mi cliente de quedar bien con la Administración contratante, de cara a mantener la contrata y tener buenos precedentes para licitaciones posteriores.

La conciliación no era una opción en este caso, por lo que me puse farruco ante el LAJ enfatizando en la gravedad de los hechos y utilizando este argumento como vil excusa para forzar la firma de una acta sin acuerdo. Lo conseguí y firmamos el acta. Voy a hablar con los testigos ante la atenta mirada a distancia de la actora, para decirles que celebramos el juicio y que vamos a por todas.

Al cruzar el umbral de la Sala, la actora se echa atrás y le indica a su letrada que quiere desistir. Era evidente que el despliegue de testigos y su posición de autoridad sobre ella, la había impresionado de tal modo que, sabiéndose culpable (que estoy seguro, lo era), prefirió ahorrarse el mal trago.

Su letrada, en una acción francamente poco profesional, lanzó a la demandante a desahogarse soltándome un discurso de improperios contra la empresa. Aguante el envite estoicamente, mientras me hacía con el acta de desistimiento que finalmente me llevé al despacho a modo de inesperado trofeo.




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