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A estas alturas ya nadie cuestiona que la cantidad de información existente y disponible junto a la capacidad de procesamiento de la misma a través de la Inteligencia Artificial y sus algoritmos posibilitan predecir terremotos, asignar recursos humanitarios eficientemente una vez se produce, salvar vidas pronosticando tumores y gestionar eficientemente recursos económicos a escala mundial. No obstante ello, esta misma tecnología permite alcanzar el Santo Grial para cualquier organización con ánimo de lucro: qué es lo que el cliente desea.

Así es, hasta no hace mucho, las empresas, en esta nueva era del marketing orientado al cliente forzadas por la brutal competencia a la que la globalización ha sometido a las organizaciones empresariales, echaban mano de costosos estudios sectoriales, pruebas de producto e incluso encuestas directas a plena calle para lograr saber qué queremos y así, poder fabricarlo los primeros.

Pues hete aquí que tras la irrupción a escala global de internet, junto con la digitalización de cualquier contenido, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación de esta llamada 4ª Revolución Industrial, han sido capaces de encontrar la respuesta y, más aún, influir en nuestros deseos como jamás nadie hubiera pensado nunca. Efectivamente, los datos saben más de nosotros que nosotros mismos y saben lo que deseamos (viajar, vivienda, coche, lectura, deportes, contenidos, etc,..) y esos datos está en poder de miles de productores y vendedores dispuestos a fabricarlo y vendérnoslo. El Santo Grial se ha encontrado y sus descubridores se han hecho megaultramillonarios (Amazon, Google, Apple, Microsoft, etc,..)

Claro que entre que no existe una clara conciencia sobre cómo y hasta donde alcanza el conocimiento de nuestra privacidad por parte de estos operadores y que tampoco le damos mucha importancia cuando la palabra “gratis” entra en acción, nos encontramos con que nuestra intimidad y privacidad se ven diariamente soslayadas por esta maquinaria de la economía de los datos y sus pecados.

A estas alturas entonces ya nadie duda tampoco de que hay que poner límites a esta capacidad técnica de poder conocer la intimidad de cualquier persona.

No hace mucho que en una Jornada sobre Derecho y Digitalización ilustraba una slide con la fotografía del famoso correcaminos perseguido por el Coyote –al que nunca lograba alcanzar- para expresar, una vez más, la idea de que con raras excepciones y casi siempre a modo de mero espejismo (como le ha ocurrido al RGPD) el Derecho va siempre detrás de la realidad que trata de regular.

En el caso de la Inteligencia Artificial y el Big Data, donde los algoritmos vertebran la ingente cantidad de datos que se meten en la “Thermomix” y a partir de ahí ni siquiera los que operan con ellos pueden prever las correlaciones que aquellos concluyen, nos encontramos con que el ordenamiento jurídico se ha mostrado incapaz de afrontar con meridiana claridad los retos que todo ello plantea, limitándose a aplicar sus fórmulas tradicionales para codificar conductas y anudar consecuencias a modo de mandatos, prohibiciones o autorizaciones. Está claro que el modelo debe cambiar y que la transversalidad por un lado, y los principios generales del derecho, por otro, son los que están llamados a liderar este nuevo enfoque que permita regular y conciliar intereses de todas las partes sin dejar hueco a las ambigüedades y lagunas que el desconocimiento de lo que hay y sobre todo de lo que está por venir ahora mismo campan a sus anchas por toda la prolija normativa que trata de regular los efectos más nocivos del tratamiento de los datos: el que se da sobre las personas, violando su intimidad o directamente causando un perjuicio en términos de discriminación de todo tipo.

La complejidad, transversalidad y amplitud del objeto a regular son de tal dimensión que nos espera una larga travesía del desierto por cuánto que ya nada nunca será igual en un mundo que trata de regular los aspectos jurídicos de una economía basada exclusivamente en los datos.

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