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Hace unos días fue mi cumpleaños; desde San Sebastián recibí la felicitación de David, un joven, ahora abogado, a quién me une esa relación tan especial derivada de habernos encontrado en la vida, uno deseando aprender, otro enseñar. Don Eugenio de Bustos Tovar, uno de mis maestros universitarios, me dijo muchas veces, bien quitando importancia a los títulos, bien poniéndolos en su lugar, que cuando esas dos circunstancias se dan en libertad, entonces, allí, hay Universidad. David me pide recoja en mis artículos “un poco más de lo que se ve de verdad en el juzgado”. Si bien una golondrina no hace primavera, permítaseme un rayo de luz, permítaseme unos “Cuentos de Navidad”.

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No debo escribir tal y como recuerdo aquellos hechos, pero pongo a “quien va a nacer” por testigo de ellos; cambiaré, pero no mentiré. A pesar de ejercer, le tengo simpatía; una simpatía vicaria, por ser hijo de su padre, a quien conocí en mi juventud, y de quién, hombres inteligentes, siempre alabaron su integridad. Quizás pudo cometer un error, no entro, pues cada despacho es un confesionario, y como bien sabemos, existe el secreto de confesión. Faltaban unos días para el juicio, y a primera hora de la mañana del viernes, otro colega, a quien me unió una común afición y su esposa, me telefoneó no sólo por el juicio, sino por sus consecuencias para el contrario. El trabajador quedaría en la calle sin derecho a paro y, en esas circunstancias el trabajo a él encomendado tendría dificultades para llegar a buen fin. Cierto, pero las circunstancias no eran propicias, por razones técnicas y por la necesidad de hablar con un tercero, y obtener su visto bueno, junto al del Juez y el Secretario del Juzgado.

Me puse en la piel de aquel hombre, imaginé su situación, así como la de su familia, sin ingresos, y con serias dificultades para lograrlos. La experiencia enseña el orden de los enemigos del abogado; el primero, el cliente. Fui al Juzgado, y coincidencia, a la puerta estaba mi comunicante: pasa conmigo y a si sabes a lo que vengo. El Juez está en Sala, y en lo que me dices no te puedo ayudar. Esperé a la puerta de la Sala de vistas; aquel viernes no había nadie en el pasillo. Esperé. El juicio era el último de aquel día, al abrirse la puerta entré en la Sala, al verme el Juez sonrió mientras me preguntaba sobre mi presencia allí. Le comenté la llamada telefónica y la visita al Juzgado. Le recordé el caso, centramos el tema, y como yo, veía difícil resolver el asunto a favor del trabajador. Había demasiados condicionantes. Íbamos a despedirnos y dije, “hay otra cosa más, la frase fatídica, el colega ha hablado de mala praxis profesional”; el gesto lo dijo todo, la cara se le tensó y, con fuerza, cerró ambos puños; todo un poema. 

Llegó el día del juicio; allí estaban el trabajador y los dos abogados; allí estábamos mi cliente y yo. Tengo para mí, el que mis colegas se confundieron, pretendiendo la defensa del trabajador, erraron el tiro, se trataba de pedir un favor y exigieron una fuerte cantidad. No me lo podía creer. Sin acuerdo, entramos en Sala.

Los juicios laborales se desarrollan en dos fases; primera y sólo ante el Secretario, ahora Letrados de la Administración de Justicia, sin el Juez presente, se realiza un acto de conciliación, y sólo si este acto es fallido, sale el Letrado y entra el Juez, y en segunda fase, se celebra el juicio.

En la mesa no estaba el Secretario sino el Juez. Cada cual nos colocamos en nuestro sitio  “¿Qué pasa aquí?” me pregunté. El Juez se dirigió a mi cliente, le indicó las consecuencias económicas de una posible sentencia desfavorable; se dirigió al trabajador, le indicó los errores en los que había incurrido y la posible consecuencia de pérdida de todos sus derechos; de nuevo con uno, con el otro, con los abogados, con todos, incluidas algunas personas del público. Increíble pero cierto. Usted admite un error en la carta remitida al trabajador, admite un despido improcedente, y usted, admite una indemnización simbólica. Bajé la cabeza, las manos en el mentón, cerré los ojos. Me aislé del entorno, ya no estaba allí, estaba lejos, muy lejos. Vuelvo a la Sala de vistas, el Secretario que ha sido llamado, no entiende nada, el Juez le dicta el acuerdo y los litigantes y los abogados lo firmamos. Salimos, y el abogado contario tendiéndome su mano derecha sólo dijo “gracias”; respuesta respondiendo al apretón: “no a mí, al Juez”.

Mi cliente entendió el problema de su trabajador; admitió un error inexistente y el pago de una indemnización simbólica. El colega entendió al Juez, no podía dictar sentencia a favor de su cliente, nuestro contrario. Supongo que el trabajador entendió que se le hacía un favor. El Juez entendió todo, y quiso y supo encontrar una solución: para el trabajador, no perdería derecho de paro; para su abogado, desaparecería la posible responsabilidad profesional; para la empresa que si bien tenia razón, quizás no la tenía toda. El Juez entendió todo, pensó; tomando el lugar del Letrado, habló para conciliar, para evitar posibles responsabilidades, y lo consiguió. Esto, David, también pasa en los juzgados.

Y dicen que en la noche de Belén, los pastores acudieron a un establo; un asno, un buey, un hombre y su mujer con un Niño recién nacido; y dicen que lejana se oía música, y de vez en cuando unas voces cantaban “Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad”, “Paz en la Tierra a los jueces de buena voluntad”. Solo, de noche, en mi pueblo y ante su sencillo Portal de Belén, pintado con un viejo tambor a sus pies, el Niño me sonríe; Rafpael canta su “camino que lleva a Belén”, y en mi memoria este se mezcla con el de Machado, “yo voy soñando caminos de la tarde”, y el niño que fui, “ropompon..pon, pon”, y el hombre que soy, “aguda espina dorada …”, llora; bien se, David,  que una golondrina no hace primavera




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