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Dureza, dijo observar, con los profesionales del mundo del Derecho, dureza en mis escritos, y un punto de resentimiento. No hombre, no; realismo, escepticismo y, no lo niego, hartazgo. Hartazgo de quienes, ajenos a su naturaleza, tienen en el ejercicio de las profesiones jurídicas una mera fuente de ingresos. ¡Atención! Si a mediodía, cuando llegues a casa te encuentras con un problema de verdad, tu mujer, tu hijo, tu padre, ha matado a un vecino, no importa el porqué; o con algo de envergadura similar; enseñando mi mano derecha, a la altura de mi cabeza, con los dedos separados, mirando a sus ojos, he preguntado ¿con cuántos de los abogados que conoces contarías para su defensa? Lentamente he ido bajando dedo a dedo, y nadie, nadie, se ha atrevido a dar ni un número, ni un nombre. Los interpelados han sido hombres y mujeres dedicados a la abogacía, a la notaría, al registro, a la judicatura, secretarios judiciales, procuradores, etc… Uno, procurador, me dijo, ¡no me hagas esa pregunta!; otro, este juez, cuando ya no quedaban dedos se refirió a su amigo, conocido por referencias; no me vale, pues se dedica al derecho laboral y además está en el País Vasco. Tras el silencio, todos me han mirado y me han devuelto la pregunta. Y he contestado, y he dado tres nombres, tres nombres de abogados salmantinos. A esos hombres, pues eran hombres, yo les habría comprado un coche de segunda mano, o les habría dejado una maleta con un millón de euros sin pedir garantía o recibo alguno. Esos hombres, ya han fallecido. Estoy seguro, pues no conozco a todas las personas de mi generación dedicadas a estas profesiones, y siempre ha sido así, en esta, y en las generaciones siguientes, hay hombres y mujeres dignos de esa confianza.

Voy y digo; el ejercicio de la abogacía es un mundo de pasiones; el pleito, con independencia de la mayor o menor razón del cliente, pone a prueba a los abogados. Estrategias, argumentos, elocuencia. Ese abogado, compañero de promoción, entonces, en los días del asesinato de Tomás y Valiente, simpatizante de aquellas personas, en buena liz, ganó el pleito; conocidos de antaño, cuñas de la misma madera, como personas no nos tragamos; como abogado, mis respetos. Ese compañero, pocos años mayor, con un pleito enrevesado me ganó “sin costas”, la sentencia dijo: tan compleja era la cuestión, que sólo un tercero imparcial, ajeno, el juez, podría zanjar, mejor o peor el asunto. Juez de carrera sin oposición, por concurso tras años de ejercicio como abogado, hombre cabal, dictó una resolución buena, muy buena. Abogado contrario, hicimos amistad. O ese otro compañero, con quien también perdí un pleito de periciales imposibles, en el que la jueza sudó tinta, y si bien ya nos conocíamos, se trabó amistad. Sorprendió aquel joven, yo también lo era, pero menos, que al concluir la vista, y en la Sala, se dirigió directamente a mí, me tendió la mano y me felicitó. Fue en Plasencia. O en Bilbao, un abogado alicantino, sin conocernos, yo no había llevado el asunto y estábamos en ejecución, para alegría de la jueza, arreglamos el asunto en la puerta. El notario de Narón, tras una mañana de negociaciones tensas, hubo de redactar, no hay formulario para esos trabajos, una escritura compleja a firmar esa tarde; o el notario de Salamanca, empezamos a las nueve, faxes, Salamanca, Ferrol, Madrid, Madrid, Ferrol, Salamanca, una y otra vez; cerrada la notaría y el crujir de los estómagos, allí seguíamos con el oficial; y se terminó. O ese otro notario a quien secuestré, tras un trabajo previo el día anterior, una mañana de ocho a dos a una oficial, escritura más larga que un día sin pan. Como puede verse, no sólo notarios, también quienes trabajan en las notarías.

En mi corazón guardo, y ellos lo saben, mi reconocimiento y agradecimiento a dos compañeros. Uno tuvo el coraje, en días infaustos en los que yo andaba en pleitos con un juez - y mi Colegio con su Decano, compañero de promoción, a favor del juez, quien a la postre bajó la cabeza -, en público, en la cafetería del Colegio, la cafetería es pequeña, cuando a mi entrada observó el movimiento de cuerpos, vino hacia mí, y dándome la mano, sin miedo al contagio del virus de mi presencia, me ofreció su apoyo. ¡Valientes cobardes! El otro, pasante en su día, de uno de aquellos abogados, años después del pleito perdido por mí, en primera instancia, en el juzgado del juez que acabo de citar, el día seis de octubre de 2009, tras conocer a través de medios digitales un hecho relativo a nuestro pleito, llamó para felicitarme. Nobleza obliga.

Y con ese juez, desde hace tiempo lejos de Salamanca, con quien la vida me ha hecho cruzar de nuevo, a pesar de aquellos duros y dolorosos días, puedo, puede, podemos mirarnos a la cara sin rencor. Curioso, mirada aviesa, no pasa lo mismo con quien fuera su abogado.

O aquel magistrado, a quien hice mi primera entrevista para “De frente y por Derecho”, un programa de televisión local, quien a calzón quitado y en la confidencialidad del sofá de su despacho me preguntó sobre todo cuanto se puede decir de mi profesión, y a quien, mayor que yo, y respeto aquello de “edad, dignidad y gobierno”, respondí tranquila y sinceramente, desmontando los falsos mitos de una profesión, mitos generados cuando se desconoce la parte oculta de los despachos. Por ejemplo, a final de mes, con las minutas cobradas, el abogado ha de pagar las facturas; el funcionario, cobrar la nómina. Este hombre difícil, ya jubilado, fué un buen y digno juez, un jurista de primera. O ese juez, quien, en un caso complejo, los señores del Ministerio Fiscal ya tenían fijada al cliente la celda en el Centro Penitenciario de Topas, tramitó de trámite, y acabó tramitando poniendo la carne en el asador; comenzó como funcionario, acabó como juez. O ese secretario, ahora Letrado de la Administración de Justicia, quién ha tenido que pasar lo suyo para, tan breve y claramente dictar un decreto resolviendo un recurso complejo.

Aquella registradora de la propiedad había negado la inscripción de las fincas, una urbanización por encima de las cuarenta viviendas, con otros edificios de usos distintos, y una hipoteca millonaria trabada. Un sinfín de escrituras, rectificación tras rectificación, y nada. Abogados, notarios, y nada. Por teléfono, “usted y yo somos juristas; si en Derecho supero sus objeciones, ¿inscribe?; ¡si!, en Derecho. Lo hizo, si bien su esposo, como mi esposa, coincidieron en el chascarrillo, con tanta llamada, parecíamos adolescentes enamorados. Nunca nos vimos.

A estos, a ese registrador, …, treinta y cuatro años dan para mucho; cuando critico, procuro hacerlo con causa y motivo; cuando hay causa y motivo, cuando corresponde, privada y públicamente, lo reconozco y lo digo. Cuando me confundo, o causo un daño inmerecido, me disculpo. Y en esto, un funcionario, a la puerta de mi casa, se bajó de la bicicleta, me comentó haberme confundido con una compañera suya, a la que, con mi razón, había dado estopa hasta el carnet de identidad, pero no con la razón, pues ella soportó lo eludido por su superior, quien no estuvo a la altura. Pregunté, me ratificó; de todo corazón, pedí perdón. Todos, todos somos ángeles y demonios. Y a cada uno, en sus actos, lo suyo.

Dureza, …, reconocimiento, ¿resentimiento?




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