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Por razones de trabajo en la Costa del Sol, estuve dos días trabajando en un coworking. Un enorme espacio de trabajo, con un directorio amplio de nombres de empresas y profesionales en la entrada, con numerosas mesas alargadas en cuatro filas, prácticamente sin separación entre ellas, ocupadas por varias personas, con sus portátiles, sus tablets o Ipads, sus móviles y con documentos sobre la mesa. También había algunos despachos separados con mamparas, donde se mantenían reuniones. La mayoría conectado al wifi común. Con mensajeros que iban y venían con documentación para entregar o recoger, incluso con paquetes enormes.

Había personas que charlaban entre ellas o a través de sus teléfonos sobre sus trabajos (“una reunión que tuve con el informático”, “un email que mandé a mi director financiero”, “una conversación pendiente con mi cliente sobre su asqueroso divorcio”, etc) o sobre cuestiones personales (algo sobre “un niño en el colegio”).

En un despacho había una persona manteniendo una videoconferencia por zoom (repitió varias veces a su interlocutor que “la próxima vez lo haremos por Teams, porque zoom no me gusta”. pero que “hoy tenemos que cerrar el acuerdo” con su proveedor, del que también dijo el nombre).

Algunas personas abandonaban su ordenador encendido, a la vista de cualquiera que pasase por los mini pasillos entre las mesas. Se iban tranquilamente a tomarse un zumo de la máquina expendedora y a hablar con otras personas de los problemas que el COVID había generado con sus inversores o de los despidos que se habían producido. Incluso algunos salían a la calle, al bar de la esquina, dejando sus pertenencias abandonadas.

Es verdad que el ambiente era luminoso, diría que alegre y, en ocasiones, bastante informal. Seguro que algunos trabajos eran muy productivos y beneficiosos.

Pero era una “torre de babel” de trabajo, donde escuché y observé muchas cosas, tanto profesionales como personales, dándome cuenta de que para las empresas que trabajan allí, es un espacio abonado a los riesgos y al incumplimiento. Un lugar donde pueden ser objeto de delitos y, por qué no, para cometerlos. La gente no se daba cuenta de que todo se escuchaba, de que todo se podía ver, hasta lo que había en los ordenadores y dispositivos y en los documentos, con las palabras confidencial, contrato, contabilidad o información reservada a la vista de todos.

Podría haber alguien interesado en la información de los ordenadores, los dispositivos y los documentos, pudiendo hacer fotos o entrar en el ordenador el suficiente tiempo o introducirse desde otro ordenador, para robar datos sensibles, bancarios o cualquier tipo de información. Podría estar escuchando atentamente a la persona incauta que habla sobre información interna y confidencial de la empresa, o sobre un acuerdo con la competencia. Podría robar el ordenador o el dispositivo móvil, con información de la empresa o incluso personal. Podrían robar las pertenencias con documentación personal.

Puede que no se dieran cuenta, no les importase o que priorizasen el ahorro de costes a los riesgos, pero los riesgos eran palpables.

Ahí está el problema. La falta de conciencia en la existencia de riesgos. La ausencia de formación.

Conciencia que se debe generar en las empresas a través de la formación.

Formación y concienciación que en materia de cumplimiento normativo son pilares fundamentales de la cultura ética y legal de una empresa y que en el coworking se notaba que brillaba por su ausencia.




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