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La Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, indica en su Exposición de Motivos que “La legislación interna de un país en materia de arbitraje ha de ofrecer ventajas o incentivos a las personas físicas y jurídicas para que opten por esta vía de resolución de conflictos y porque el arbitraje se desarrolle en el territorio de ese Estado y con arreglo a sus normas”. A este respecto, se debe establecer el arbitraje por sumisión, dando lugar a un proceso arbitral que culminará con un laudo que constituye un título ejecutivo a los efectos del artículo 517 de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Precisamente, el artículo 7 de la Ley de Arbitraje establece que “En los asuntos que se rijan por esta ley no intervendrá ningún tribunal, salvo en los casos en que ésta así lo disponga”, pudiendo ejercitar la acción de anulación contra el laudo ante el órgano jurisdiccional competente cuando, conforme al artículo 41 de la Ley de Arbitraje, la parte que solicita la anulación alegue y pruebe que el convenio arbitral no existe o no es válido, que no ha sido debidamente notificada de la designación de un árbitro o de las actuaciones arbitrales o no ha podido hacer valer sus derechos, que los árbitros han resuelto sobre cuestiones no sometidas a su decisión, que la designación de los árbitros o el procedimiento arbitral no se han ajustado al acuerdo entre las partes, salvo que dicho acuerdo fuera contrario a una norma imperativa de esta Ley, o, a falta de dicho acuerdo, que no se han ajustado a esta ley, que los árbitros han resuelto sobre cuestiones no susceptibles de arbitraje o que el laudo es contrario al orden público.

Debe destacarse que la Sentencia del Tribunal Constitucional de 15 de febrero de 2021 ha reforzado la armadura del arbitraje ante los órganos jurisdiccionales al acotar debidamente qué se incluye en el control judicial del laudo arbitral cuando se alega la vulneración del orden público. Para ello, la resolución expresa que “la valoración del órgano judicial competente sobre una posible contradicción del laudo con el orden público, no puede consistir en un nuevo análisis del asunto sometido a arbitraje, sustituyendo el papel del árbitro en la solución de la controversia, sino que debe ceñirse al enjuiciamiento respecto de la legalidad del convenio arbitral, la arbitrabilidad de la materia y la regularidad procedimental del desarrollo del arbitraje”, añadiendo que la acción de anulación “sólo puede tener como objeto el análisis de los posibles errores procesales en que haya podido incurrir el proceso arbitral, referidos al cumplimiento de las garantías fundamentales, como lo son, por ejemplo, el derecho de defensa, igualdad, bilateralidad, contradicción y prueba, o cuando el laudo carezca de motivación, sea incongruente, infrinja normas legales imperativas o vulnere la intangibilidad de una resolución firme anterior”, así que “el posible control judicial del laudo y su conformidad con el orden público no puede traer como consecuencia que el órgano judicial supla al tribunal arbitral en su función de aplicación del derecho” y “Tampoco es una segunda instancia revisora de los hechos y los derechos aplicados en el laudo, ni un mecanismo de control de la correcta aplicación de la jurisprudencia”, de manera que debe subrayarse que “si la resolución arbitral no puede tacharse de arbitraria, ilógica, absurda o irracional, no cabe declarar su nulidad amparándose en la noción de orden público”.

Ciertamente, el arbitraje merece una especial protección como medio de resolución de conflictos. La Sentencia del Tribunal Constitucional 1/2018, de 11 de enero, ya afirmó que hay que partir de la idea de que la configuración del arbitraje como vía extrajudicial de resolución de las controversias existentes entre las partes es un “equivalente jurisdiccional”, pues las partes obtienen los mismos resultados que accediendo a la Jurisdicción civil, es decir, una decisión al conflicto con efectos de cosa juzgada, como señalan las Sentencias del Tribunal Constitucional 15/1987, de 6 de febrero, y 62/1991, de 22 de marzo. La exclusividad jurisdiccional a la que se refiere el artículo 117.3 de la Constitución no afecta a la validez constitucional del arbitraje, ni vulnera el artículo 24 de la Constitución.

En relación con el sometimiento de controversias al arbitraje, el Tribunal Constitucional ha afirmado de manera reiterada que, si bien el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Constitución tiene carácter irrenunciable e indisponible, ello no impide que pueda entenderse constitucionalmente legítima la voluntaria y transitoria renuncia al ejercicio de las acciones en favor de unos medios más adecuados. Esa renuncia debe ser explícita, clara, terminante e inequívoca y, aunque por la protección que se debe dispensar a la buena fe, se ha declarado que la renuncia puede inferirse de la conducta de los titulares del derecho, no es lícito extraerla de una conducta no suficientemente expresiva del ánimo de renunciar, como destaca la Sentencia del Tribunal Constitucional 65/2009, de 9 de marzo. Esta circunstancia ha determinado que se haya considerado contrario al derecho a la tutela judicial efectiva la imposición obligatoria e imperativa del sometimiento a arbitraje, en el sentido de la Sentencia del Tribunal Constitucional 174/1995, de 23 de noviembre.

Es necesario poner de manifiesto que el arbitraje, como “equivalente jurisdiccional”, se sustenta, en la autonomía de la voluntad de las partes plasmada en el convenio arbitral, siendo “un medio heterónomo de arreglo de controversias que se fundamenta en la autonomía de la voluntad de los sujetos privados (art. 1.1 CE)”, según la Sentencia del Tribunal Constitucional 176/1996, de 11 de noviembre, que resalta la relevancia de la nota de voluntariedad en el arbitraje, “lo que constitucionalmente le vincula con la libertad como valor superior del ordenamiento (art. 1.1 CE)”, de modo que “no cabe entender que, por el hecho de someter voluntariamente determinada cuestión litigiosa al arbitraje de un tercero, quede menoscabado y padezca el derecho a la tutela judicial efectiva que la Constitución reconoce a todos” y, una vez elegida dicha vía, “ello supone tan sólo que en la misma ha de alcanzarse el arreglo de las cuestiones litigiosas mediante la decisión del árbitro y que el acceso a la jurisdicción —pero no su ‘equivalente jurisdiccional’ arbitral, SSTC 15/1989, 62/1991 y 174/1995— legalmente establecido será sólo el recurso por nulidad del Laudo Arbitral y no cualquier otro proceso ordinario en el que sea posible volver a plantear el fondo del litigio tal y como antes fue debatido en el proceso arbitral”, pues “el derecho a la tutela judicial efectiva no es un derecho de libertad, ejercitable sin más y directamente a partir de la Constitución, sino un derecho prestacional, sólo ejercitable por los cauces procesales existentes y con sujeción a su concreta ordenación legal (SSTC 99/1985, 50/1990 y 149/1995, entre otras)”.

El arbitraje es un mecanismo adecuado para resolver conflictos sin tener que acudir a los órganos jurisdiccionales, colapsados por la cantidad de asuntos que diariamente se turnan. Precisamente, si no se blinda el arbitraje para evitar excesos en el control judicial, no se podrá promover el uso de ese mecanismo y, por supuesto, será imposible conseguir que se puedan alcanzar los fines propios de los medios de resolución extrajudicial de conflictos, entre los que se encuentra la reducción de los procesos judiciales, que pueden durar un tiempo excesivo y generar amplios costes para las personas que requieran poner fin a sus controversias de manera eficiente.

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