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Esta semana hemos rememorado en la Biblioteca del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, con numerosa presencia de autoridades, compañeros y compañeras, en un ambiente ciertamente entrañable y constructivo, el papel tan relevante que jugó la Abogacía durante la Transición y en la elaboración de la Constitución Española.

Cuarenta años después, me parece muy positivo y alentador trasladar a la opinión pública mensajes de estabilidad, de seguridad, de confianza en las instituciones que tenemos, en nuestras leyes, en los principales actores jurídicos.

Todos debemos mucho a la Constitución. Porque es la obra que culminó la Transición y posibilitó la transformación del anterior régimen franquista en un Estado Social y Democrático de Derecho. Porque ha ayudado sobremanera al desarrollo político, económico e institucional de la España democrática. Porque ha servido de paraguas al amparo de los principios y valores que deben regir para el buen funcionamiento de una sociedad. Porque es una conquista de todos, un aval sustantivo a un largo y difícil camino que tuvimos que hacer con dificultades y sufrimiento.

La Carta Magna es una herramienta de incalculable valor, siempre referencia entre los nada fáciles equilibrios, en ocasiones, entre la libertad y la igualdad, entre la preservación de derechos individuales y el respeto por el bien común, entre el reconocimiento de los derechos diferenciales y la lealtad institucional al Estado.

Con sus imperfecciones, con su necesidad en algunos aspectos de revisión o actualización, su historia es la de un éxito: el de la convivencia pacífica y democrática, el del progreso en todos los órdenes, el de la consolidación de un Estado de bienestar, el del imperio de la ley como expresión de la voluntad popular. Por ello, nunca deberíamos perder de vista lo que derrocharon quienes la alumbraron: en términos de esfuerzo, de generosidad, de altura de miras, de sacrificio a sus propias y particulares ideas.

Corren tiempos en los que se necesita, y se reclama con razón, un sistema que dote al ciudadano de los mejores medios para elegir, controlar, sustituir y destituir a sus representantes y gobernantes de forma que el conjunto de esas facultades asegure que toda acción política va a ir encaminada hacia la protección del interés público y general; y la Constitución es la mejor base de ese sistema.

Ojalá todos los españoles viésemos en ese texto un patrimonio de nuestra convivencia y nuestra concordia. Porque no es sólo esa norma suprema que garantiza el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular, sino el desarrollo pleno de nuestras libertades como personas. Cuarenta años después de ser creada, trabajemos sin tregua, sin reservas y sin complejos para preservarla y protegerla. Tomemos ese deber y esa responsabilidad. Las generaciones venideras estarán agradecidas.




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