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Hemos conocido el reciente acuerdo entre el PSOE y Junts per Catalunya, cara a la prevista investidura. Ya he comentado en esta columna, en términos jurídicos, otros aspectos recogidos en este pacto (amnistía, financiación autonómica o traspaso de competencias), y a ese análisis me remito. Ahora quiero abordar la referencia explícita que el texto hace a la judicialización de la política (hace alusión al término inglés lawfare), sin más detalle, pero referido evidentemente al acoso judicial y utilización abusiva o ilegal de los órganos judiciales contra oponentes políticos, ya que menciona a “las comisiones de investigación… en la medida que pudieran derivarse situaciones comprendidas en el concepto lawfare o judicialización de la política, con las consecuencias que, en su caso, puedan dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas”. 

Este contenido del acuerdo ha provocado la contundente reacción de cuatro asociaciones judiciales de muy variado perfil, al entender que “podría suponer, en la práctica, someter a revisión parlamentaria los procedimientos y decisiones judiciales con evidente intromisión en la independencia judicial y quiebra de la separación de poderes”. No les falta razón a las asociaciones de la carrera judicial (en unos planteamientos similares se han pronunciado el CGPJ y otras asociaciones de operadores jurídicos). Admitir, de forma general y sin referencia a casos concretos, una persecución judicial, de oficio o a instancia de otros, contra grupos políticos por razones de oportunidad política, es una descalificación totalmente injustificada.

 Por tanto, si alguien entiende que un juez ha prevaricado (pues perseguir, vía judicial, a una persona o colectivo para buscar su desprestigio político o inhabilitación penal, es prevaricar), lo que tiene que hacer es demostrarlo mediante los cauces previstos en el ordenamiento, y presentar la correspondiente querella o denuncia, pero no montar comisiones de investigación que tienen una naturaleza y funciones ajenas a este objetivo. A tal efecto, los arts. 446 y 447 del CP, contemplan como delito que un juez o magistrado, a sabiendas o por imprudencia grave o ignorancia inexcusable, dicte sentencia o resolución injusta (tiene que ser manifiesta para el caso de imprudencia o ignorancia), y lo castiga con graves penas de prisión e inhabilitación. Y frente a lo que algunos piensan, han sido varias las condenas por prevaricación judicial, sin que les tiemble el brazo a los jueces para castigar por este delito a un compañero.

Parece que algunos han olvidado que la Constitución reserva a los órganos jurisdiccionales la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, y por eso se les reviste de una potestad que no tiene el común de los mortales, con las consiguientes responsabilidades. En el ejercicio de sus funciones no son infalibles, se pueden equivocar en sus decisiones (y algunos, en casos contados, prevarican), y para eso está el sistema de recursos y la responsabilidades disciplinaria y penal, pero nunca una fiscalización vía parlamentaria, que se somete a una lógica política ajena a la independencia que debe presidir la función judicial, sometida en exclusiva al imperio de la Ley.




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