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Polémica fue la suspensión de la tramitación parlamentaria de ciertas enmiendas introducidas en el texto de lo que terminó siendo la Ley Orgánica 14/2022, de 22 de diciembre, de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea, y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso, que tenían por objeto la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial y de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para alterar el régimen jurídico del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional a los efectos de desbloquear la renovación de ambas instituciones. Felipe Sicilia y algún otro dirigente político, como Arnaldo Otegui, llegaron a hablar de “golpe de Estado con togas”, manifestando su frustración por el retraso en la consecución de objetivos propios ante las consecuencias propias de la aplicación de herramientas legales con finalidades legítimas por parte de un órgano con autoridad que siguió el procedimiento legalmente adecuado.

El artículo 9.1 de la Constitución determina que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Entre los poderes públicos se incluyen, por supuesto, las Cortes Generales. Por esa razón, el Tribunal Constitucional afirma en el auto por el que suspendió la tramitación parlamentaria de las enmiendas propuestas para la Ley Orgánica 14/2022 que “la soberanía no es del Parlamento, sino del pueblo español, como estipula el artículo 1.2 de la Constitución”, de modo que “el Parlamento también está sujeto a la Constitución, que todos los poderes públicos sin excepción tienen que cumplir”. Ello era necesario en virtud del pluralismo político, en la medida en que “el respeto a esa pluralidad es muy importante y el Tribunal Constitucional está obligado a hacerlo respetar, garantizando el derecho de representación de las minorías”.

La decisión adoptada para la suspensión de la tramitación parlamentaria de las enmiendas que se querían incorporar en lo que acabó siendo la Ley Orgánica 14/2022, se basa en el artículo 56 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que establece que la interposición del recurso de amparo no suspenderá los efectos del acto o sentencia impugnados, pero, cuando la ejecución del acto o sentencia impugnados produzca un perjuicio al recurrente que pudiera hacer perder al amparo su finalidad, la Sala, o la Sección en el supuesto del artículo 52.2, de oficio o a instancia del recurrente, podrá disponer la suspensión, total o parcial, de sus efectos, siempre y cuando la suspensión no ocasione perturbación grave a un interés constitucionalmente protegido, ni a los derechos fundamentales o libertades de otra persona. En Comentarios a la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, se explica por Andrés Gutiérrez Gil, al entrar en el fondo de este asunto, que “el criterio para resolver cualquier pretensión suspensiva ha de ser el de la preservación de la eficacia de un posible pronunciamiento estimatorio, sin prejuzgar cuál haya de ser el sentido de la sentencia que ponga fin al proceso de amparo”, pues, “si bien el Tribunal en algunos pronunciamientos iniciales significaba como un factor a tener en cuenta en la adopción de la medida cautelar «la fundamentación aparente» del recurso de amparo, debe tenerse en cuenta que son resoluciones que, en general, se corresponden con el periodo en el que el Tribunal abría la pieza separada de medidas cautelares antes de resolver sobre la admisión de la demanda”, así que no parece extraño que, “actualmente, el fumus bonis iuris ha dejado de ser elemento relevante, pues el análisis de la situación ha de hacerse sin prejuzgar la cuestión principal, aun cuando a veces pueda resultar inevitable y hasta conveniente «una mirada al soslayo»”, debiendo resaltarse que el Auto del Tribunal Constitucional 147/2017, de 13 de noviembre, determina que “la suspensión sólo procede respecto de una ejecución que se esté produciendo o que podría producirse en el futuro, careciendo, en cambio, de objeto y de sentido cuando, como es el caso, los efectos del acto parlamentario impugnado ya han quedado, inicialmente, suspendidos y, posteriormente, anulados mediante otras resoluciones precedentes de este Tribunal”.

Ciertamente, resulta susceptible de exportación el conjunto de planteamientos doctrinales recogidos por el Tribunal Constitucional en materia de medidas cautelares consistentes en la suspensión. A la luz de la Sentencia del Tribunal Constitucional 218/1994, de 18 de julio, ante la trascendencia constitucional de las medidas cautelares y de su relación con los derechos fundamentales y libertades públicas consagrados en la Constitución, especialmente con el derecho a la tutela judicial efectiva proclamado en el artículo 24.1 de la norma fundamental. La doctrina jurisprudencial que ha ido consolidándose parte de la premisa de que “la tutela judicial no es tal sin medidas cautelares adecuadas que aseguren el efectivo cumplimiento de la resolución definitiva que recaiga en el proceso”, como afirma la Sentencia del Tribunal Constitucional 14/1992, sin olvidar que la Sentencia del Tribunal Constitucional 238/1992 señala que la potestad jurisdiccional de suspensión, como todas las medidas cautelares, responde a la necesidad de asegurar, en su caso, la efectividad del pronunciamiento futuro del órgano judicial, lo que conlleva evitar que un posible fallo favorable a la pretensión deducida quede desprovisto de eficacia, añadiéndose en la misma resolución que el legislador no puede eliminar de manera absoluta la posibilidad de adoptar medidas cautelares dirigidas a asegurar la efectividad de la sentencia estimatoria, pues con ello se vendría a privar a los justiciables de una garantía que se configura como contenido del derecho a la tutela judicial efectiva.

No puede haber democracia sin legalidad, que resulta indispensable, en todo caso, para garantizar la libertad de los ciudadanos. La Sentencia del Tribunal Constitucional 114/2017, de 17 de octubre, ya señaló que “este Tribunal no puede dejar de reconocer el valor, en general, del diálogo entre gobernantes y titulares de los poderes públicos como soporte vital de la democracia constitucional [STC 42/2014, de 25 de marzo, FJ 4.b)], pero ese diálogo no puede versar sobre la sujeción o no a las reglas y principios jurídicos de todos cuantos ejercen poder público, sujeción sin la cual no cabría hablar de estado de derecho, “cuya garantía y dignidad últimas se cifran en el aseguramiento de que los gobernantes sean servidores, no señores, de las leyes, y muy en primer lugar de la Constitución y de las normas que en ella disciplinan los procedimientos para su propia e ilimitada revisión formal; exigencias sin cuyo cumplimiento no puede hablarse de libertad política y civil”. Como bien expone Eduardo García de Enterría Martínez-Carande en “La lucha contra las inmunidades del poder en el Derecho administrativo (poderes discrecionales, poderes de gobierno, poderes normativos)”, “la idea de someter el Poder sistemáticamente a un juicio en el que cualquier ciudadano pueda exigirle cumplidamente justificaciones de su comportamiento ante el Derecho es una idea que surge del Estado montado por la Revolución francesa, pero que aparece de un modo ocasiona”, debiendo extrapolarse ese planteamiento a todo lo que concierne a las competencias atribuidas por la Constitución y la legislación al Tribunal Constitucional.

Todo lo ocurrido puede explicarse emulando unas palabras de Alexis de Tocqueville recogidas en su obra titulada De la démocratie en Amérique, pues el poder del Tribunal Constitucional es “especialmente aplicable a las necesidades de la libertad en un tiempo en que el ojo y la mano del soberano se introducen sin cesar en los más pequeños detalles de las acciones humanas, y donde los particulares, demasiado débiles para protegerse por sí mismos, están también demasiado aislados para poder contar con la ayuda de sus semejantes”, resultando indispensable señala que “la fuerza de los tribunales ha sido, en todos los tiempos, la más grande garantía que se puede ofrecer a la independencia individual, pero esto es, sobre todo, verdadero en los siglos democráticos; los derechos y los intereses particulares estarían siempre en peligro si el poder judicial no creciese y no se extendiese a medida que las condiciones se igualan”. Sin un Tribunal Constitucional que pueda obrar de forma independiente y sin servilismos para con el Gobierno, los ciudadanos estarán completamente vendidos ante lo que puede suponer un resquebrajamiento de pilares esenciales del Estado de Derecho.




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