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Treinta y tres años de ejercicio de la abogacía por libre, y antes, unos años más viviendo del Derecho, me han enseñado algunas cosas. En esos treinta y tres años, por mi despacho han pasado unos cuantos aprendices de abogado; algunos, he podido comprobar, lo son; otros, no llegan.

Entre quienes son, algunos, profesionalmente me han superado, circunstancia agradable. En mis estudios universitarios, tuve la fortuna de tener maestros, no sólo entre el elenco de los docentes de la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, también en Ciencias, Medicina y Letras. Tuve maestros; algunos me cayeron del cielo, a otros los busqué, y a todos ellos, a pesar de los desencuentros, guardo grato recuerdo y agradecimiento; este, perdóneseme la petulancia, demostrado en el tiempo. Estos hombres y mujeres me enseñaron el arte de la soberbia, basado en otro mucho más difícil, el arte de la humildad. En la Plaza de Anaya de Salamanca, en la que se ubicaba entonces la Facultad de Derecho, y donde desde su construcción, hace siglos, se ubica la Catedral Nueva, me enseñaron a mirar más allá de su campanario; algo más allá de las riberas del Tormes al sur, y de la Plaza de Toros (La Glorieta) al norte. De las estatuas de Colón se dice que, su brazo extendido, señala América. Los brazos de quienes hablo, y ahora recuerdo, me señalaron Europa. Y, si he de resumir en dos frases sus enseñanzas, serían estas: la mayor satisfacción de un maestro es verse superado por sus alumnos; todos somos más altos, vemos más lejos, cuando podemos subir a hombros de gigantes. Fuera Newton quien la dijera, fuera Juan de Salisbury antes que él, o fuera Bernardo de Chartres, y fuera cual fuera la intención de uno y otros, «Somos como enanos sentados sobre los hombros de gigantes para ver más cosas que ellos y ver más lejos, no porque nuestra visión sea más aguda o nuestra estatura mayor, sino porque podemos elevarnos más alto gracias a su estatura de gigantes».

Así pues, los logros profesionales conseguidos, unos y otros, si bien son míos, son, total y absolutamente vicarios, se los debo a mis maestros, a cuyos hombros, como el niño con San Cristóbal me dejaron subir. Quienes en aquellos años sólo tuvieran profesores, como dice mi hijo, ¡que hubieran estudiado!; los maestros, allí estaban para todos.

Yo, consciente de mis límites, he dado gratis, aquello que gratis recibí. Y con mi tiempo, las piezas para montar un banco, un asiento profesional, con cuatro patas.

Primera pata. Cuando el abogado contrario sea amable contigo, cuando te alague, te de coba, se ponga a tu entera disposición, …, cuando esas circunstancias se den, ¡cuidado!, sibilina, lenta y peligrosamente está desenvainado su cimitarra y preparando el golpe que te será mortal, pues irá a por tu cuello. ¿Qué hago? Sonriendo, sin preámbulos, sin remordimientos, saca tu pistola y dispárale entre ceja y ceja; y no te preocupes.

Segunda pata. Nuestra tradición cultural está imbuida de las doctrinas cristianas; sigámosla. Cristo nos enseñó, tras recibir un guantazo, a poner la otra mejilla; también nos enseñó a ser hermanos. Hermanos, por supuesto, y hasta donde haga falta y podamos; de “primos”, nada dijo; y tampoco nada dijo de qué hacer con nuestras rodillas mientras ponemos la otra mejilla; de vez en cuando, un acto reflejo obliga a doblar la pierna, de forma violenta, obliga a la rodilla a elevarse hasta en fraternal encuentro llegar a las partes pudendas de nuestro “hermano”. ¿Cómo? Cristo no predicó contra la naturaleza humana, y esta, tiene actos reflejos, ¡qué le vamos a hacer!

Tercera pata. “Al papel y a la mujer, hasta el culo le has de ver”. Ya llevada un par de años y de algún que otro cliente de asesoría de empresa solo recibía quejas; ¿Cómo podían cada trimestre tener que pagar si impuestos si no ganaban lo suficiente? Seguro que lo estaba haciendo mal. Uno de mis maestros, conocedor de mis angustias, me puso en contacto con un “viejo profesor”; fui le conté y escucho mis cuitas en silencio; no decía nada, pasado un ratito inquirí, ¿y?, como un oráculo me soltó la frasecita de marras, y me dejó perplejo; volvió a su silencio; otro ratito, durante el cual no supe si irme, si quedarme, o si me estaban tomando el pelo; ¿y?, “Hijo, tus clientes te engañan? ¿Cómo? “De sus ingresos y gastos te cuentan lo que les interesa, mira los albaranes y facturas por detrás, y te sorprenderás”. Tenía razón. Los papeles se han de ver, por delante y por detrás.

Cuarta pata. Ten siempre dos bibliotecas. Compra libros, y estudiándolos, subrayándolos y anotándolos, hazlos tuyos; y después, procura una segunda biblioteca, la de personas profesionales honradas que sepan más que tú; ¿y, como se dé su honradez? Por su accesibilidad, por su disponibilidad, y por su generosidad. Si cuando tengas que pedir consejo, llevas de verdad el tema estudiado, si no pretendes que tu esfuerzo lo hagan ellas, las honradas te escucharán y te guiarán, las falsas, te oirán simulando atención y te confundirán; pronto, muy pronto, aprenderás a distinguir la moneda falsa.

Cuando el tiempo ha pasado, cuando aquí o allá, la última vez, paseando junto al museo Guggenheim en Bilbao, quién empezó contigo te comenta, como aquel abogado amable …, como respondió él; como aquel cliente simulaba confianza, pero se guardaba los papeles; como su despacho abriría oficina en Alemania y tendrá que llevarla él; cuando eso pasa, cuando te das cuenta, de que ese muchacho, de que esa muchacha, vuelan alto, mucho más alto que tú, cierta emoción te embarga; tu tiempo mereció la pena; la semilla fructificó; y, en Bilbao, Málaga o Madrid, o Salamanca, o dondequiera que estemos, mis pensamientos me llevan a la Plaza de Anaya, a la estatua de Colón de Salamanca, que apunta, a la calle Pan y Carbón, a mis maestros. Y una palabra, una simple palabra, ¡gracias!




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