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Todo detenido o procesado tiene derecho a permanecer en silencio, sí. “A no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable, a guardar silencio no declarando si no quiere, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que le formulen o a manifestar que solo declarará ante el juez competente”.

Aunque a algunos les pueda resultar extraño, también tiene derecho a un abogado que deberá procurarle un juicio justo, con las debidas garantías y a la presunción de inocencia. O lo que es lo mismo, a que solo pueda ser declarado culpable si previamente se ha demostrado de manera inequívoca mediante pruebas obtenidas de manera lícita su intervención delictiva en los hechos por los que resulta acusado. Para ello, fíjense, hasta se le permite al detenido hablar con su abogado previamente, que ya nos ha costado, para que prepare los términos en los que va a prestar declaración. Lo cual incluye la posibilidad de asesoramiento en el sentido de que no declare absolutamente nada.

Esto que ha sido objeto de siglos de evolución hasta desterrar el sistema inquisitivo otrora imperante en el sistema penal y su sustitución por otro acusatorio libre de coacciones y de torturas, conviene recordarlo ahora. En el preciso momento en el que los abogados volvemos a aparecer en los medios y en las redes como los malos de la película, como la reencarnación del diablo, defensores de delincuentes. Justo ahora también que sabemos cómo se procede en otros países alejados de nuestra civilización, pero a la vuelta de la esquina, en los que se utilizan todo tipo de métodos coercitivos y se obvian cualquier clase de garantías para ajusticiar a los reos.

Recomendación del silencio

Especialmente útil es su uso en dependencias policiales, en la formación del atestado. Cuando la información de la que disponemos es parca o nula para valorar las consecuencias de una declaración expositiva. No nos cansaremos de recomendar que no se declare en comisaría. Y esa regla, como todas, puede tener sus excepciones. Ya la prisión está llena de condenados que declararon ante la policía. Y de otros que tuvieron la desdicha de ejercer el derecho a la última palabra en el juicio. Sobre todo, en un sistema procesal todavía incompleto como el español, en donde el acusado, incomprensiblemente, sigue declarando en juicio el primero en vez del último.

Se le ocurrió a un tal Rava (Abba Arika), un babilonio judío maestro del Talmud que allá por el siglo III, advertía de que “los hombres, en momentos de turbación, pueden perder el control y decir palabras que después traigan repercusiones de las cuales se arrepientan, de modo que debemos cuidar nuestra boca pues no sabemos el alcance de las palabras, más cuando estamos turbados o molestos por una situación adversa”.

Es decir, cuando hablamos de que el imputado tiene derecho a no declarar sin que de aquello puedan extraerse consecuencias negativas en su contra, esto constituye un derecho razonable que se colige de la prohibición de la autoincriminación, nacida originalmente para evitar la tortura y como fundamento de las disposiciones que sostienen el derecho a no suministrar pruebas contra sí mismo.

Por eso también el silencio vale para otros muchos supuestos, cuando con toda la información del proceso, en la vista oral del juicio, resulta aconsejable debido a la ausencia de pruebas de cargo que el acusado se abstenga de suplir esa falta con una pobre actuación. ¿He dicho actuación? Sí, no olviden que el juicio no es más que una representación en la que cada uno juega su papel. Y los actores que desempeñamos nuestro rol podremos estar más o menos finos en escena. El juez, el fiscal o el abogado podemos tener un mal día. Al acusado, en esa actuación le va su futuro.

Interpretación del silencio

El derecho a mantenerse silente puede ser ejercido de modo absoluto (no se declara) o parcial (negativa a declarar respecto determinados aspectos). A gusto del consumidor y sin cortapisas. De modo tal que si después de la negativa, el imputado desea declarar, podrá hacerlo sin restricción alguna.

El silencio no es prueba ni indicio de cargo. Pero sí puede ser valorado por ser exigible al acusado una explicación en cuanto a las pruebas de cargo que pueda haber en su contra. Dependiendo del caso y sus circunstancias se decidirá la conveniencia de una postura u otra.

Así se pronunció la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) de 8 de febrero de 1996 (conocida como el caso Murray) enjuiciando el supuesto de un ciudadano que fue detenido, junto a otras siete personas, por los delitos de pertenencia a la organización armada IRA de la República de Irlanda y de conspiración para el asesinato y detención ilícita de una persona.

Murray permaneció en silencio durante su interrogatorio, en el que careció de asistencia legal hasta transcurridas 48 horas. En el juicio posterior tampoco alegó nada en su defensa para explicar su presencia en el lugar de los hechos. Finalmente, el juez nacional, valorando las pruebas presentadas por el fiscal y ante la ausencia de declaración alguna por parte del acusado, le condenó por instigar y ayudar a la detención ilícita.

El TEDH precisó que es inherente a la noción de proceso justo el derecho a permanecer en silencio y a no declarar contra sí mismo. Del mismo modo, recordó que no son derechos absolutos ya que, en determinadas ocasiones, el silencio del acusado puede tener consecuencias a la hora de evaluar las pruebas en su contra durante el juicio. El Tribunal estableció que la cuestión a dirimir en cada caso particular es la de si la prueba aportada por el acusador es lo suficientemente sólida para exigir una respuesta. Pero si no existen pruebas de cargo suficientes contra el acusado, el silencio no puede ser utilizado para suplir la insuficiencia de dichas pruebas de cargo.

Todo esto, tan evidente para cualquier abogado que se precie, hay que reiterarlo. No, no somos monstruos. Tan solo hacemos nuestro trabajo.




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