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Con carácter general, la solución más adecuada (que no alternativa) para un conflicto entre particulares es el acuerdo al que estos lleguen. Así, siempre que la materia de su desavenencia sea de aquellas a las que la ley atribuye competencia para darle solución, los ciudadanos tienen el deber de hacer uso de tal competencia, hasta agotarla; para lo cual han de poder recurrir a todos aquellos métodos –legítimos- que sean adecuados para este fin.

No obstante, el Estado también debe procurar poner a disposición de sus ciudadanos todos aquellos medios o procedimientos a fin de que puedan gestionar sus diferencias. Lo que implica que su Derecho regule tales procedimientos, pues la regulación genera seguridad a las partes; pero también que les instruya (función pedagógica de la norma) en su ejercicio. Y además, y de otro lado no menos importante, que ponga recursos económicos a disposición de los ciudadanos que los precisen, para que puedan hacer uso de tales métodos o procedimientos.

Si no yerro en el cómputo, nuestro Legislador –estatal y autonómico- ha precisado catorce años para establecer las bases normativas de un sistema no jurisdiccional de solución de conflictos civiles homologable con los países con los que España comparte cultura jurídica. Y ello pues tomo por fecha de inicio de este cómputo la Ley de mediación familiar de Cataluña de 15 de marzo de 2001, y por fecha final del mismo la de la Ley de Jurisdicción Voluntaria de  3 de julio de 2015.

Dentro de este tiempo, se ha ido abriendo para el ciudadano el abanico de medios a través de los que podrá cumplir mejor el que, considero, un deber cívico esencial en un Estado democrático: ejercer sus derechos para solventar por sí mismos los conflictos que, inevitablemente, surgen de sus relaciones con los demás. Conflictos en los que, por la materia sobre la que se plantean, los particulares tienen capacidad para hallar una solución, y acordarse o avenirse a ella, y a cuyo cumplimiento quedarán vinculados, incluso, coactivamente. Son conflictos, por tanto, que nacen en el ámbito material en el que los particulares poseen autonomía o capacidad de auto-regulación.

Debe señalarse, con especial atención, como, junto con las anteriores normas, se ha modificado en diferentes ocasiones la Ley de Enjuiciamiento civil, para que tales medios y procedimientos, y el ejercicio de la autonomía de los particulares,  quede en perfecta relación con el ejercicio del derecho fundamental a la tutela judicial y, por tanto, con el proceso civil. Pero también, y asimismo, para que en la Ley procesal quede patente –para las partes, sus abogados, y los Jueces- que si es posible que los litigantes puedan llegar a solventar el litigio por sí mismos, que lo hagan.

De este modo, se fortalece tanto la referida autonomía privada, como al Juez civil como Poder del Estado, cuya intervención se reserva –sólo debe quedar reservada- para aquellos casos en los que las partes, tras haberse implicado en el cumplimiento de su deber de encontrar una solución a su conflicto, hayan fracasado, y, por ello, ejerzan su derecho fundamental a recabar tutela judicial.

No obstante, y aún en tales casos, al Juez le debe estar permitido no sólo que conozca e indague respecto de los intentos serios realizados por las partes para la solución de su litigio, sino también las razones o motivos que les han impedido llegar a ella, e, incluso, procurar que las partes se avengan en su presencia. Por tanto, sólo debería poder iniciarse el proceso en aquellos casos en los que los intentos serios de las partes de auto-componer el conflicto no hayan permitido su solución. Además, y gracias al principio dispositivo del mismo, durante su tramitación las partes podrán solicitar la suspensión del proceso e, incluso y mientras tanto, llegar a una solución extraprocesal, transaccional, y desistir del mismo. Pues el proceso civil, en materias propias de la autonomía privada, también está previsto para que las partes se acuerden.

La mediación, pero también la conciliación, son medios a través de los que se pretende reforzar el ejercicio de la autonomía de los particulares ante la existencia de un conflicto, para que se avengan, o alcancen un acuerdo sobre ciertas pretensiones. No obstante, falta lo más importante: que los particulares sepan y asuman que la Ley espera de ellos que solucionen por sí mismos sus conflictos, que, por tanto, han de intentar la mediación o la conciliación cada vez que les sea útil, y que prefiere no obligarles a mediar o conciliar pues confía (por ahora…) en su racionalidad. Y que sus abogados sepan que la Ley espera que la recomienden a sus clientes y que pidan su celebración, como un procedimiento ágil y económico para intentar solucionar un litigio, pero también en tanto que posición ética respaldada legalmente.

Y en tanto que la Ley espera de los particulares y de sus letrados tales conductas, por ello valora negativamente no intentar la mediación o la conciliación cuando una persona sea convocada a celebrar aquella o el acto de conciliación (Art. 395.1,2LEC). De modo que si sobre el caso se traba con posterioridad un proceso, se considerará que quien se negó a acudir a mediación o a comparecer en el acto de conciliación se comportó de mala fe y, por tanto, el Juez, por este motivo, le condenará al pago de las costas del proceso.

Así, ha de reiterarse, de un lado, que la conducta ética que la Ley espera del ciudadano es que se esfuerce en solucionar su conflicto, recurriendo, si lo precisa a mediación o a conciliación. Y, de otro, que la intervención del juez civil debe quedar reservada, siempre, como último recurso, de acuerdo con su consideración como tercer Poder de nuestro Estado de Derecho. 




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