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En nuestro último artículo afirmábamos que el éxito de nuestro actual sistema tributario reside en la “inconsciencia fiscal” de los ciudadanos que nos sumerge en una verdadera “ilusión financiera” que fomenta la “borrachera” del gasto público; inconsciencia que alimenta además la cultura de lo “gratuito” y la idea del Estado Social como Estado “protector” o “subsidiador”. En este contexto, la falta de recursos es culpa de los ricos, que no pagan lo que deben, propiciando así una “lucha fiscal de clases” entre unos y otros, y una creciente envidia hacia quien tiene una posición económica acomodada. En definitiva, el caldo de cultivo ideal para políticos mediocres y populistas que emergen con mayor facilidad cuanto menor es el nivel educativo de un país. Huelga decir que en este contexto la cultura fiscal no es su prioridad, que pasa a ser la lucha contra el fraude, que no cesa, y la “represión” normativa. Pues bien; nos guste o no, esta es la realidad: gracias a nuestra inconsciencia fiscal, soportamos una presión fiscal que desconocemos. Y para justificarla, nada mejor que las estadísticas: la presión fiscal en España es inferior a la media de la eurozona, el fraude fiscal en España es superior a la media europea, y un largo etcétera.

Sin embargo, esa inconsciencia fiscal en la que se sustenta la cultura de lo “gratuito”, erosiona la responsabilidad de la persona por el mero hecho de serlo. Hace unos meses, falleció en un pueblo de la provincia de Tarragona una pobre anciana víctima de la denominada “pobreza energética”. La reacción popular fue casi unánime al dirigir todas sus críticas hacia la compañía suministradora y a una u otra Administración Pública. Casi nadie puso el acento en la familia de esa honorable persona que es, sin duda, la principal responsable “civil” de ese drama social por presunto incumplimiento de su obligación de proteger y ayudar a sus familiares más directos. Las propuestas legislativas no se hicieron esperar. Y así nació el nuevo “bono social”. Pero entiéndase bien; no digo que la ley no ha de prever supuestos en los que hay que proteger a las personas más vulnerables, sino que esa “responsabilidad” ha de ser subsidiaria ya que la responsabilidad principal es siempre de la propia persona, en nuestro caso, de su familia, siempre, claro está, que esta tenga los recursos suficientes.

Pues bien; esta cultura de lo gratuito fomenta la “suplantación” de la responsabilidad de la persona por la responsabilidad del Estado; este es quien ha de asumir y “garantizar” lo “básico” y lo no tan básico. Y ahí radica el error, ya que esta es una concepción que alimenta la “borrachera” del gasto público y la espiral reivindicativa y creciente de los cada vez mayores derechos sociales de los que nos creemos legitimados para exigir. Y no; el Estado ha de “promover” el bienestar social, es decir, procurar un marco social, jurídico y económico que facilite el libre desarrollo de la persona. El Estado debe también promover políticas activas contra la exclusión social, la desigualdad y la pobreza. Y el Estado debe igualmente fomentar la responsabilidad de la persona antes que la del propio Estado. Y si es así, hay que responder a muchas preguntas. Por ejemplo; ¿hemos de financiar todos por igual las subvenciones a los centros educativos concertados con independencia del nivel de renta de las familias que escolarizan en ellas a sus hijos? Una parte sin duda sí. Pero ¿el 100 %? Y sí; ya lo sé. La progresividad es la que garantiza la redistribución de la riqueza; pero la verdad es que no solo esta plantea hoy graves déficits en términos de equidad, sino que las rentas altas no contribuyen en la proporción que deberían, en ocasiones, porque la propia legislación les abre generosamente la puerta a ello, y porque la inconsciencia fiscal no fomenta nuestra responsabilidad personal como ciudadanos ni nos ayuda a interiorizar el compromiso social que todos tenemos con el Estado Social como Estado redistribuidor de la riqueza, entendida como un “bien social protegido”.

Es pues imprescindible cambiar los paradigmas. Los impuestos, que han de financiar sin duda el gasto público “indivisible”, por ejemplo, el coste de la seguridad nacional o el de la Administración de Justicia, ha de financiar también una parte del gasto público “divisible”, esto es, el directamente relacionado con los supuestos de verdadera exclusión social. En cambio, el gasto público “divisible”, a partir de determinado umbral de renta, lo habrían de financiar en parte los usuarios de los distintos servicios públicos en función de su propio nivel de renta. Las guarderías públicas o los medicamentos son un ejemplo de una lista cada vez mayor de ello. Las ventajas de esta forma “distinta” de pagar los impuestos son múltiples: cercena la cultura de lo gratuito, fomenta la responsabilidad personal, permita visualizar una parte de los impuestos, nos hace más exigentes con la eficiencia y eficacia de los servicios públicos, contribuye a crear una verdadera cultura fiscal, reduce el riesgo de los populismos y de los políticos mediocres, obliga a una excelencia en la calidad de los servicios públicos, fomenta la competitividad entre lo público y lo privado, exige un enorme esfuerzo pedagógico de los políticos y una reforma del sistema educativo que priorice el desarrollo de la persona como tal, y, sobre todo, la fiscalidad no usurpa nuestra responsabilidad personal.




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