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Por Javier Álvarez y Luis Fernando Rodríguez

 

La Administración de Justicia, un servicio público básico para el sostenimiento de cualquier sistema democrático digno de ese nombre, nunca ha sido una prioridad en la agenda política española. Desde la promulgación de la Constitución, Ejecutivo y Legislativo han deparado un trato displicente al Poder Judicial, al que siempre han racaneado presupuesto, medios materiales, recursos humanos y una arquitectura jurídica propia de una sociedad avanzada del siglo XXI como es la española actual.

El resultado de años de atención es el panorama reinante, de sobra conocido. La incapacidad de la Administración de Justicia para asimilar las modernas tecnologías de la información y la comunicación o la reciente condena del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) al Estado español por la “excesiva” e “injustificada” duración de un proceso judicial que se alargó más de ocho años, un plazo en absoluto inusual, son dos simples ejemplos, dos síntomas de las carencias que padece la Justicia española.

Los ciudadanos lo saben, y de ahí el sistemático reproche que recoge mes a mes el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Pero ese mismo repositorio estadístico refleja desde hace años una curiosa paradoja: frente a la paupérrima valoración ciudadana que reciben los juzgados y tribunales españoles, la imagen de los jueces ha experimentado una notable mejoría en los últimos años.

Esa aparente contradicción es fácil de explicar. Tras el estallido de la crisis económica en 2008, los ciudadanos han visto desmoronarse todos los mecanismos institucionales de protección social mientras el Estado centraba sus esfuerzos en la salvaguarda de los poderes financieros y políticos, pese a que ambos presentan turbias hojas de servicios emborronadas por múltiples casos de mala gestión y corrupción pura y dura.

En medio de esa pesadilla, una serie de jueces se hicieron protagonistas. Algunos se creyeron que una de las misiones del Poder Judicial es controlar a los otros dos poderes del Estado (Pablo Ruz, Mercedes Alaya) y que ese control incluye a las más altas instituciones (José Castro). Otros jueces demostraron que el poder financiero no es impune (Fernando Andreu) y si para frenar sus tropelías es necesario forzar un cambio legal se fuerza (José María Fernández Seijo). Hay jueces cuyo compromiso con la persecución del delito no conoce fronteras (Santiago Pedraz), mientras que otros imparten justicia de menores convencidos de que el interés del menor juzgado es lo más importante, incluso por encima de la ley (Emilio Calatayud). Y también hay juezas, algunas cuyo compromiso con la lucha contra la violencia de género agota los elogios (Sonia Chirinos) o cuya fuerza de voluntad es capaz de romper barreras machistas ancladas en el Poder Judicial durante más de dos siglos (Ana Ferrer).

Todos ellos están en ‘La Última Trinchera’ (Planeta, 2016), porque simbolizan a toda una generación de jueces que ha cambiado la forma de impartir justicia y, con ello, se han convertido en la última línea de defensa de los ciudadanos ante los excesos del poder, de cualquier tipo de poder. Ellos son las verdaderas estrellas del libro porque han aceptado mostrar a los ciudadanos aquel perfil que no recogen las noticias que protagonizan y, en primera persona, explican quiénes son, de dónde viene, qué hacen y, sobre todo, por qué lo hacen.

En este sentido, ‘La Última Trinchera’ es una colección de autorretratos firmados por jueces que, hasta ahora, no sólo huían de la fama sino también protegían con celo y empeño todo lo relacionado con su vida privada. En estos tiempos en los que la transparencia se ha convertido en un valor intrínseco a cualquier poder público honesto, estos nueve jueces realizan un ejercicio de transparencia de libro.




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